La Torá nos enseña que, en el segundo día de Pésaj, debemos traer al Sagrado Templo de Jerusalén una medida (un “ómer”) de la primera cosecha de cebada como ofrenda a Di-s. Hasta que no se realice esa ofrenda, no se puede usufructuar la cosecha de granos de ese año. A partir de entonces, se cuentan 49 días, y en el día cincuenta, que es Shavuot, se presenta una ofrenda de los primeros frutos de la cosecha de trigo. Recién entonces se pueden usar esos granos de trigo para otras ofrendas en el Templo. Por eso, este período entre Pésaj y Shavuot se llama la Cuenta del Ómer, en referencia a esa primera ofrenda de cebada.
Como siempre, en cada mitzvá pública la Torá encierra enseñanzas eternas, personales y sociales.
En la tradición bíblica y talmúdica, la cebada es vista principalmente como alimento para animales. El trigo, en cambio, representa el alimento humano por excelencia.
La palabra hebrea para “ofrenda” es korbán, que también significa “acercar”. Así, el período de 49 días de la Sefirat HaÓmer —la cuenta del Ómer— es un arco simbólico entre estas dos ofrendas: cebada y trigo. Un tiempo propicio para el crecimiento personal y el desarrollo espiritual. Es una oportunidad de acercar todo nuestro ser a la Divinidad, desde los instintos más básicos hasta las capacidades más elevadas del intelecto y la creatividad.
Cada persona posee un amplio abanico de rasgos emocionales e intelectuales. En lo emocional, muchos podemos aceptar que hay algo de “animal” en nosotros: deseos, impulsos, necesidades físicas. Para eso, una “ofrenda de cebada” parece adecuada. Los apetitos físicos y el ego deben ser refinados y dirigidos hacia lo espiritual. Tenemos que consagrar esas fuerzas a Di-s, para que no dominen nuestra vida. Los daños de una vida guiada solo por los impulsos animales —a uno mismo, a los demás, a la sociedad— están a la vista todos los días.
Pero cuando hablamos del intelecto y la creatividad humana, tendemos a pensar que todo lo que surge de allí es intrínsecamente positivo. Que el arte, el pensamiento, las ideas elevadas no necesitan límites.
La Torá no comparte esta idea. También nuestro “trigo”, es decir, nuestras capacidades exclusivamente humanas, deben ser ofrecidas a Di-s. Si el intelecto y la creatividad no se alinean con valores trascendentes, con principios Divinos como los que la Torá propone, entonces corremos el riesgo de utilizar esas facultades para justificar el egoísmo, la mentira o incluso el daño.
No todo arte eleva el alma. No toda música ennoblece. No toda filosofía es positiva, ni siquiera inocua.
En realidad, pocas cosas son más peligrosas que las malas ideas. Los peores horrores del siglo XX —guerras, genociDi-s, regímenes totalitarios— no nacieron de la “cebada” (la codicia o los impulsos animales), sino del “trigo” mal encauzado: ideologías pervertidas que utilizaron el intelecto y la creatividad humana con fines destructivos.
Arquímedes dijo: “Denme un punto de apoyo y moveré el mundo”. Ese punto existe: es la mente humana. La cuestión es hacia dónde movemos el mundo con ella. Las ideas pueden elevarnos a la virtud y la paz o arrastrarnos hacia la decadencia y la ruina.
Solo iluminando nuestras almas con la luz de lo Divino podemos discernir qué pensamientos y creaciones enriquecen a la humanidad y cuáles la corrompen.
El proceso de contar y vivir el Ómer nos ayuda a tener claridad. Nos da la capacidad de comenzar cada proyecto intelectual, creativo, social o político haciéndonos esta pregunta:
¿Esto nos acerca a la unidad? ¿Refleja una visión Divina de un mundo más armonioso, elevado y pleno?
Si la respuesta es sí, entonces vale la pena. Y será una ofrenda auténtica.
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