La próxima festividad de Pésaj nos invita a reflexionar sobre temas profundos: la lucha entre el bien y el mal, la salida de la esclavitud, y el triunfo de la luz sobre la oscuridad. Estas batallas no solo se dan a nivel nacional o histórico, sino también dentro de cada uno de nosotros —en la contienda interna entre el instinto del bien y el instinto del mal, en el esfuerzo por liberarnos de una esclavitud interior, marcada por el egoísmo y la negatividad.

El judaísmo enseña que estos conflictos no son accidentales, sino que forman parte del propósito de la vida: enfrentarlos nos fortalece. Esta lucha interna y colectiva no es solo por el bien del pueblo judío, sino por el progreso de toda la humanidad hacia un ideal universal de fe en Dios y ética basada en esa fe. Cuando la Torá condena la idolatría de los antiguos cananeos, no lo hace solo por su falta de monoteísmo, sino por la corrupción moral que conllevaba:

“Sus hijos e hijas quemaban al fuego en honor a sus dioses” (Devarim 12:31).

Pero ¿acaso la meta final del judaísmo es simplemente derrotar al mal? El pensamiento jasídico va más allá: propone un ideal aún más elevado —la transformación del mal en bien, la conversión de la oscuridad en luz. A nivel nacional, esto se manifiesta cuando el enemigo se convierte en aliado; a nivel personal, cuando el impulso negativo se redirige y se vuelve una fuerza positiva al servicio de Dios. Este es el máximo nivel de teshuvá (retorno): cuando incluso los errores del pasado se integran como parte del crecimiento y se convierten en fuente de santidad.

Un ejemplo poderoso de esta transformación lo encontramos en la lectura de la Torá de esta semana, parashat Tzav. En la historia universal, el error original fue el pecado de Adán y Eva al comer del Árbol del Conocimiento. La Presencia Divina, que habitaba con ellos en el Jardín del Edén, se retiró a causa de ese acto.

Nuestra parashá describe los siete días de la dedicación del Santuario, que representan el proceso de reparación de ese error. El propósito del Santuario era precisamente permitir que la Divina Presencia habitara de nuevo en el mundo. Los sabios explican que estos siete días reflejan un retorno a la pureza de los siete días de la creación, antes de la caída del ser humano.

El Shabat anterior a Pésaj, conocido como Shabat HaGadol (“el Gran Shabat”), también encierra esta idea de transformación. Los egipcios habían oprimido brutalmente al pueblo judío, y el Faraón se resistía a cada señal divina enviada por Moshé. Sin embargo, en ese Shabat previo al Éxodo, ocurrió un cambio inesperado: los primogénitos egipcios comenzaron a oponerse a su propio gobierno y exigieron la liberación del pueblo de Israel.

Los sabios nos enseñan que esto se debió a la inminente llegada de la décima plaga, la muerte de los primogénitos, anunciada por Moshé. Aunque puede interpretarse como una reacción al miedo, el Rebe de Lubavitch ofrece una visión más profunda: fue el inicio de una transformación espiritual. Egipto, símbolo por excelencia del mal y la resistencia a la santidad, comenzó a mostrar fisuras internas. Dentro del mismo Egipto, los primogénitos —quienes habrían sido sus futuros líderes— se rebelaron en favor de la redención.

Es cierto que el Faraón y su entorno inmediato no cambiaron en ese momento, y fue necesaria la décima plaga y la partición del mar para quebrar finalmente su poder. Pero la revuelta de los primogénitos fue un anticipo de lo que está por venir: la transformación total del mal en bien, cuando incluso las fuerzas más oscuras se conviertan en aliadas del propósito divino.

Por eso, al concluir el Séder de Pésaj decimos: “¡El próximo año en Jerusalén!”, aludiendo no solo a la ciudad física, sino también a una Jerusalén espiritual, reconstruida en los tiempos del Mashíaj, cuando la humanidad entera se unirá en un reconocimiento común de la bondad, en un mundo transformado.