Si alguna vez te preguntaste dónde encontrar el código moral de la Biblia, la respuesta está en la sección de Ajarei Mot (Levítico 18). Allí se habla de relaciones familiares, de respeto, de límites... y del valor del matrimonio como algo sagrado, no como un experimento o un contrato abierto.

Claro, ya sé: en estos tiempos todo eso suena anticuado, hasta pasado de moda. Pero vale la pena mirar más de cerca qué entiende el judaísmo por santidad matrimonial.

Mi esposa Rajel fue docente de secundaria durante muchos años. Un día, una exalumna la llamó para pedirle una charla en privado. Naturalmente, mi esposa se sintió halagada, pero también curiosa.

La joven —ya una mujer adulta, todavía soltera— se encontraba buscando a su pareja ideal. Sin embargo, sus amigas le insistían que se estaba complicando la vida al negarse a tener relaciones antes del casamiento. Le decían que con esa postura tan "anticuada" nunca iba a encontrar a nadie. Pero ella estaba convencida de mantener sus valores. Así que le preguntó a mi esposa, casi suplicando: “Señora Goldman, dígame por favor que no estoy loca”.

Por suerte, cayó en buenas manos. Rajel la escuchó, la apoyó, y con la ayuda de Di-s, esa joven terminó encontrando al compañero de vida que tanto esperaba —sin tener que renunciar a sus convicciones.

Años atrás, en una conferencia en Jerusalén, escuché a un psicólogo de renombre compartir una estadística que me sorprendió: las parejas que conviven antes del matrimonio tienen un índice de divorcio más alto que aquellas que no lo hacen.

¿No es raro? Uno pensaría que “probar” la convivencia antes de casarse ayudaría a garantizar el éxito del matrimonio. Pero el psicólogo explicó que hay una gran diferencia entre convivir y casarse:

El matrimonio es, por definición, un compromiso incondicional. Es un pacto profundo entre dos personas que deciden construir algo juntos, más allá de compartir gastos o casa.

En cambio, la convivencia previa suele tener un pie afuera. Es condicional: “vemos cómo va, y si no funciona, cada cual sigue su camino”. No está mal elegir eso, cada persona tiene derecho a decidir su camino. Pero si el objetivo es preparar el terreno para un compromiso firme y duradero, entonces —paradójicamente— convivir antes de casarse es la peor preparación posible. Y los datos lo confirman.

Conozco parejas que llevan 50, 60 y hasta 70 años de casados. ¿Tuvieron momentos difíciles? Por supuesto. ¿Crisis, roces, diferencias? Seguro que sí. Pero también tomaron una decisión: seguir adelante, juntos. Y hoy, disfrutan de sus vidas, de sus familias, de los frutos de haber apostado por el compromiso real.

Mis suegros, que en paz descansen, estuvieron casados 72 años. ¿Problemas? Claro que los hubo. Pero nunca se les cruzó por la cabeza separarse. ¿Por qué? Porque en su universo de valores, el matrimonio era algo serio, incondicional. Y hoy sus hijos, nietos y bisnietos siguen ese mismo legado.

Me parece increíble que, a pesar de los golpes que ha recibido el matrimonio en las últimas décadas, siga siendo una institución tan viva. Como rabino, me siguen llamando para oficiar bodas regularmente. Tal vez no tantas como antes, pero la industria del casamiento sigue viva: joyerías, fotógrafos, salones, música. Algo nos dice que el matrimonio no pasa de moda.

Algunos famosos dirán que el matrimonio es una “institución en extinción”. Yo, en cambio, he escuchado a mucha gente responder con sabiduría: “El matrimonio no está en crisis. Lo que está en crisis es el compromiso.”