En la primavera de 1980, unos días antes de salir hacia Nueva York, visité a un amigo que vivía en la comunidad judía de St. Louis Park, un suburbio de Minneapolis. Mi amigo era comerciante, ocupaba un importante cargo de gran responsabilidad como gerente supervisor de distrito en una empresa estadounidense, ganaba un buen sueldo y su posición en la jerarquía corporativa era prometedora. Aparentemente estaba muy seguro en su cargo. A lo largo de los años él y su familia se habían ido involucrando y comprometiendo con el judaísmo observante y, en el pasado muy reciente, había dejado de afeitarse, dejándose crecer la barba. La nueva barba le resultaba importante y era simbólica para él y su familia. Mi amigo no se consideraba a sí mismo un jasid de Lubavitch pero, por supuesto, sentía gran admiración por el Rebe y los jasidim.

Mientras hablábamos de diferentes temas, se refirió a un dilema personal que le planteaba su observancia religiosa. La gerencia de su oficina le había enviado una carta en la que le informaban acerca de la política de la empresa, que indicaba específicamente que los gerentes supervisores de distrito no debían usar barba. Por lo tanto, lo habían puesto frente a la 'sencilla' elección de afeitarse la barba, o perder el empleo.

Comentándole a mi amigo que en pocos días iba a viajar a Brooklyn, le pregunté: "¿Por qué no le escribes una carta al Rebe?. Me gustaría poder entregársela. Seguramente te dará una respuesta."

Mi amigo quedó muy sorprendido y me preguntó: "¿Por qué me va a contestar el Rebe? No soy uno de sus jasidim, en realidad, ni siquiera me conoce. El Rebe se ocupa de tantos temas importantes... ¿Por qué va a dedicar su tiempo a darme un consejo? ¿Qué le va a importar si mantengo o no mi empleo, o si tengo que salir a buscar otra forma de ganarme la vida?"

Era bien conocido el profundo compromiso del Rebe con los temas que, de alguna manera, pudieran ser trascendentes y de importancia para las comunidades judías del mundo. "Sin embargo," le insistí a mi amigo, "el Rebe le contesta a quienquiera busca su consejo y el Rebe siente que cada judío está vinculado con él".

Mi amigo escribió la carta al Rebe y me la dio para que la entregara junto con la mía.

Pero, como relata el Rabino Zeilingold, las cosas se dieron de manera tal que durante esa visita solo pudo estar un día en Nueva York. A la mañana siguiente tuvo que tomar un vuelo de regreso a Minnesota. Como era su costumbre cada vez que iba a Nueva York, preparó un sobre grande para el Rebe en el que, junto con su carta y la de su amigo, incluyó varios boletines publicados en las sinagogas, copias de artículos relacionados con la sinagoga o su trabajo con la comunidad que aparecieron en la prensa local. Temprano de mañana entregó el sobre, pero ese día el Rebe tenía previsto ir a rezar al Ohel, a la tumba de su antecesor, su suegro, el Rebe anterior.

Sabía que el Rebe no llegaría a ver el sobre y su contenido hasta terminar la tarde, cuando hubiera regresado del Ohel. También tenía claro que, a su vuelta del Ohel, el Rebe se quedaría trabajando en su despacho y el Rabino Zeilingold tenía esperanzas que esa noche todavía pudiera llegar a ver las cartas. Así, cuando volviera a Minnesota, podría llevarse la respuesta (no olvidemos que eran los tiempos en que todavía no existía el fax, los e-mails, etc.).

Todos sabían que el Rebe se quedaba trabajando hasta altas horas de la noche. Era muy común que, en cualquier noche de la semana, el Rebe se retirara de sus oficinas de madrugada, a la una, las dos o incluso las tres de la mañana y a veces aún más tarde. Decidió que iba a esperar en la oficina del secretario hasta que el Rebe se fuera a su casa, asegurándose así que iba a recibir la respuesta tan pronto como estuviera disponible. Eran alrededor de la una de la mañana cuando el secretario personal del Rebe, el Rabino Hodokov, le informó que iba a tener que entrar a la oficina particular del Rebe para verlo. El Rabino Zeilingold le pidió que le preguntara al Rebe si podía esperar una respuesta para esa noche. De no ser así, dejaría la oficina y se prepararía para mi vuelo matutino. El Rabino Hodokov ingresó a la oficina del Rebe y volvió minutos más tarde. Le dijo que el Rebe ya había estado leyendo su correspondencia y haciendo anotaciones en mi carta. El Rebe le había indicado que me avisara que esperara, que muy pronto tendría su respuesta.

Ese "muy pronto" se convirtió en bastante tiempo de espera. De esa manera tuvo oportunidad de ver por sí mismo cuánto tiempo le podía llegar a dedicar el Rebe a la carta de una persona. Cuando el Rabino Hodokov volvió con su carta y la de su amigo, pudo ver que el Rebe había dado respuestas claras y precisas a cada una de sus preguntas, así como un consejo específico al amigo que estaba enfrentando su crisis personal.

La respuesta al amigo era extensa, detallando con precisión lo que debía decirle a sus superiores para convencerlos que una barba era absolutamente coherente con una buena limpieza personal y una adecuada imagen de hombre de negocios.

Uno de los puntos que recalcó el Rebe fue que en la actualidad de los Estados Unidos es perfectamente aceptable que una persona que ocupa un cargo destacado use barba. "Dígales," escribió el Rebe, refiriéndose a quienes toman las decisiones a nivel gerencial, "que el intendente de St. Paul, Minnesota, un intendente de una importante ciudad norteamericana, lleva barba".

Al leer esta afirmación en la respuesta del Rebe quedó sumamente sorprendido. Era cierto. En ese momento el intendente de la ciudad de St. Paul era George Latimer, quien llevaba una barba bien recortada. ¿Cómo se había enterado el Rebe? No le llevó demasiado tiempo resolver el misterio: entre los recortes de diario que le había hecho llegar al Rebe había una fotografía del Intendente Latimer, quien había sido el orador invitado en Adath Israel cuando en la sinagoga se les nos hizo un homenaje a mi esposa y a mi por 13 años de servicio a la comunidad.

"La foto del Intendente Latimer, quien se encontraba en un grupo de cuarenta personas, había sido tomada durante la cena que tuvo lugar en nuestra sinagoga y publicada en nuestra publicación comunitaria. Estábamos ubicados de pie en filas y la leyenda debajo de la foto nos identificaba según la fila y el lugar. El Rebe no solamente había leído todos los artículos que le había entregado sino que después de un día completo, a altas horas de la noche, había dedicado tiempo y esfuerzo para ocuparse de cada uno de los detalles de la información que había recibido.

"Siguiendo el consejo del Rebe, mi amigo pudo conservar su cargo y continuó trabajando hasta que él y su familia hicieron aliá."