Somos como hojas que crecen de ramitas que se extienden de otras ramas medianas a otras ramas más grandes y así hasta que alcanzamos el tronco y nuestras raíces...

Algunos piensan en las personas como autos en la ruta: cada uno con su propio origen y destino, relacionándose con otro sólo para adelantarlo o para negociar un giro a la derecha. Para los autos, la cercanía es peligrosa, la soledad, libertad.

Las personas no son autos. Los autos están muertos. Las personas viven. Los seres vivos se necesitan entre si, se nutren uno al otro, comparten destinos y los alcanzan juntos. Cuando estás vivo, la cercanía es calidez, la soledad, un gélido desamparo.

Las personas pertenecen a familias. Las familias constituyen comunidades. Las comunidades forman los diversos pueblos del mundo. Y todos esos pueblos constituyen un solo y magnífico cuerpo con una sola alma llamado humanidad.

Algunos cortan este cuerpo en seis billones de fragmentos y lo vuelven a juntar en una sola masa. Quieren que cada persona haga lo suyo y se relacione de igual a igual con cada otro individuo del planeta. No ven el objeto en diferenciar a la gente. Sienten que tal diversidad es simplemente un estorbo.

Pero nosotros somos como hojas que crecen de ramitas que se extienden de otras ramas medianas a otras ramas más grandes y así hasta que alcanzamos el tronco y nuestras raíces. Cada uno tiene su lugar en este árbol de la vida, cada uno su fuente de nutrición—y de este punto depende la supervivencia misma del árbol.

Ninguno de nosotros camina solo. Cada uno carga, a donde vaya, las experiencias de sus antepasados, junto con sus problemas, sus traumas, sus victorias, sus esperanzas y sus aspiraciones. Nuestros pensamientos surgen de sus pensamientos, nuestro destino forjado por sus logros. En la cima más elevada que alguna vez hayamos conquistado, allí están ellos, sosteniendo nuestra mano, empujándonos a seguir, poniendo el hombro para apoyarnos. Y nosotros compartimos esos hombros, esa conciencia, esa herencia que compartimos con nuestros hermanos y hermanas de nuestro pueblo.

Por eso tu propio pueblo es tan importante: si querés encontrar paz con cualquier otra persona en el mundo, tenés que empezar con tus propios hermanos y hermanas. Hasta ese momento, todavía no has encontrado paz dentro tuyo. Y sólo cuando hayas encontrado paz dentro de tí podrás ayudar a encontrar paz para el mundo entero.

Cada judío es un hermano o hermana de una gran familia de miles de años. Donde un judío camina, caminan mártires y sabios, héroes y heroínas, leyendas y milagros, todos te acompañan desde Abraham y Sará, los primeros dos judíos que desafiaron el mundo entero con sus ideales. Allí caminan las lágrimas, la sangre, el coraje milenario, legado de aquéllos que vivieron, anhelaron y murieron por el mundo venidero, un mundo de la manera en que fue creado para existir.

Su destino es nuestro destino. En nosotros ellos se trascienden. En todos y cada uno de nosotros, todos juntos. Porque nosotros somos todos uno.

Cuando un judío hace un acto de bondad, todas nuestras manos se extienden con la suya. Si un judío cae, todos nosotros tropezamos. Si uno sufre, todos sentimos el dolor. Cuando uno se regocija, todos nos sentimos animados. En nuestra unidad encontraremos nuestro destino y nuestro destino es ser uno. Porque somos un solo cuerpo, respirando con un único pulmón, palpitando con un solo corazón que dibuja una sola conciencia.

Somos uno; que sea con amor.