Don José era delegado sindical del taller metalúrgico en el que trabajaban todos los hombres de la casa. Vivía con su mujer, Berta y sus dos hijos. El mayor, viudo y con un muchacho adolescente, Pablo; el menor, soltero.
Compartían la cocina, el comedor y el baño, pero cada uno tenía su habitación.
El abuelo le decía a Pablo que tenía que estudiar para tener una profesión.
Inmigrante polaco, judío, corpulento, manos curtidas por el trabajo. Él y sus hijos eran activistas de izquierda, en su casa jamás se habló de nada que tuviera que ver con la religión. Eran ateos practicantes.
En la casa se hacían muchas reuniones políticas y siempre estaba llena de gente.
Todos los que se reunían tenían la certeza de que estaban en las puertas de la revolución socialista, pero sucedió algo terrible.
Una mañana de marzo se despertaron con la estruendosa marcha militar. El general vociferando la toma del poder por parte de las fuerzas armadas: habían derrocado al gobierno.
Don José enseguida empezó a llamar por teléfono a sus camaradas, necesitaba saber cómo actuar. La preocupación, el nerviosismo, los temores los llevaban a hablar en voz baja para que Pablo no se asustara. Decidieron ir al trabajo como todos los días, le dijeron a doña Berta que mandara al chico a la escuela como siempre.
Doña Berta no les hizo caso, no mandó al nieto a la escuela y esperó angustiada el regreso de su marido y sus hijos.
Con el paso de las horas los rumores aumentaron.
Una semana después, una noche, unos policías irrumpieron en la casa, con gritos y violencia, don José logró tomar al nieto y esconderse en el sótano, Doña Berta vio llorando cómo se llevaban a sus hijos. A ella no la tocaron.
Abuelo y nieto quedaron en el sótano escondidos por meses, nunca más se supo nada de los hijos.
A José, los recuerdos lo torturaban, se acordaba de los pogromos de su Polonia natal, de su padre, sus tíos y abuelos que habían sido corridos, golpeados y desalojados por ser judíos, por usar barba, kipá y tzitzit.
Pablo notaba que su abuelo estaba muy metido para adentro, muy callado, ya no hablaba con su mujer cuando ésta le bajaba la comida y tampoco cuando subía en la madrugada con las luces apagadas a bañarse. Casi tampoco hablaba con su nieto.
Un día se despertó llorando, se levantó, corrió un mueble, metió la mano y sacó una pequeña valija de cuero, se acercó hasta donde dormía su nieto, le acarició el pelo. El muchacho se despertó sobresaltado, miró al abuelo, que tenía la valija sobre sus piernas.
La abrió y sacó un libro y una bolsa de tela, Pablo nunca había visto eso, era un secreto guardado.
Mientras metía la mano en la bolsa se le llenaban, aún más, los ojos de lágrimas. Saco un manto y otra cosa que hasta entonces para su nieto no tenía nombre, y Pablo lo miraba con asombro.
El abuelo le dijo: perteneció a mi padre, yo lo veía ponerse esto todos los días a la madrugada. Se llama talit y se viste para rezar. Esto otro son los tefilín y se ponen en la cabeza y brazo para decir las oraciones matinales. Se da un golpe de puño en el pecho. Razón, cuerpo y corazón, y este libro es el Sidur, acá se encuentran los rezos.
El nieto lo miraba sorprendido, nunca lo había visto así. Pensaba por qué su abuelo se había puesto tan nostálgico.
Don José abrió el libro, se secó las lágrimas, se puso la kipá y empezó a hojearlo, de pronto se quedó en una hoja y empezó a leer primero con dificultad y en voz baja, luego alzando un poco la voz, más de corrido, como si hubiera tomado carrera. El nieto lo miraba asombrado, ni sabía que su abuelo supiera leer en hebreo.
El abuelo militante del ateísmo ahora tenía una actitud religiosa.
No preguntó nada más, pasó el día como si nada hubiera ocurrido.
La curiosidad empezó a asomarse, ¿quiénes y cómo habían sido de sus antepasados?
¿Cómo habían vivido su religión?
Pablo no tenía la menor idea de lo que era ser judío, pero la curiosidad ya se le había instalado. Mientras su abuelo leía, se acercó a la valija, la abrió y empezó a mirar las cosas. Las sacó de sus bolsas, las tocó para reconocerlas: el cuero de los tefilin, la tela del talit, la kipá, el libro.
El viejo disimulaba no verlo, pero Pablo, de la nada, le dijo: Abuelo: no se leer hebreo, ¿me podes enseñar?
Cuando quieras, espero acordarme, le contestó.
Sabía que se iba a acordar porque no había dejado de pensar y repasar el hebreo y la liturgia durante toda la tarde.
Las clases empezaron al día siguiente, le pidieron a la abuela que les bajara cuadernos y lápices.
La señora no sabía de qué se trataba, pero se sobresaltó cuando el marido le dijo: Vieja, para esta noche, cocina rico y bajá vestida de fiesta antes de que anochezca, ¡ah! y traé unas velas.
Berta no preguntó nada, pero no entendía.
Esa tarde bajó como le había dicho el marido, arreglada como hacía meses no lo hacía. Peinada y vestida como para una fiesta.
En el sótano la esperaban el marido y el nieto con sus cabezas cubiertas.
Berta, le dijo José. Hoy es viernes.
Berta afirmó y se sorprendió cuando fue su nieto el que dijo: A la noche comienza Shabes.
Berta no comprendía.
Shabes, le dijo el marido.
Berta se sentó en una silla le preguntó a José si había estado bebiendo.
Berta, por favor, encendé las velas que ya es la hora.
Y Berta se tapó la cabeza con el pañuelo, encendió las velas y dijo la bendición como si lo hubiera hecho toda la vida.
Sirvieron la comida y el abuelo llenó la copa con vino y dijo la bendición correspondiente.
Comieron en silencio, la emoción los alcanzo a todos.
Esa noche Berta durmió en el sótano junto al esposo y al nieto, soñando una felicidad que no tenían.
Abuelo, ¿no te pondrías el talit y los tefilin y rezamos juntos?
El abuelo rió y le dijo: Hoy no Pablito, es Shabes, hoy no nos ponemos talit ni tefilin, pero rezamos y festejamos.
El viejo rezó la plegaria de la mañana sabática casi llorando, no podía creer que la hubiera recordado casi toda.
A partir de ese momento comenzaron a diario las plegarias, Pablo aprendía de a poco la liturgia y lo que el abuelo se acordaba de Torá, mezclado con cuentos jasídicos, que había estudiado en Europa, de chico.
En el exterior los tiempos no eran buenos, los hijos de José no aparecían, Berta seguía la búsqueda sin resultado.
Luego de varios meses de encierro, abuelo y nieto salieron del escondite.
Ya no eran los mismos, a pesar del dolor profundo por no saber nada de sus hijos desaparecidos, algo lo hacía sentir bien. Le había enseñado a su nieto algo que no sabía ni él que lo tenía guardado tan profundamente.
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