EI Shabat ha irrumpido más bruscamente que nunca en mi vida en las ocasiones en que me hallaba ensayando alguna de mis obras teatrales. La atmósfera de crisis que reina durante un ensayo en Broadway es una de las leyendas de nuestra época, y una leyenda completamente cierta; me he sentido bajo una presión interior mucho menor cuando entré en combate en una acción naval. Durante uno de estos ensayos, la tarde del viernes siempre llega cuando parece que el proyecto se tambalea al borde de la ruina. A veces me he sentido culpable de traición, al agarrarme al Shabat como una tabla de salvación que me permitía huir de aquella situación desesperada.
Aunque después la experiencia me enseñó que en el teatro, casi todo está siempre en esta situación. A veces una obra se hunde antes del estreno, y otras asciende tambaleándose hasta alcanzar un éxito fabuloso, pero lo normal es que las obras se muevan tambaleándose en un sentido u otro, y el tono normal de voz está representado por los gritos de angustia. A pesar de ello, me despedía a regañadientes de mis colegas el viernes por la tarde para reunirme con ellos de nuevo la noche del sábado. En ningún caso, la obra se hundió durante mi ausencia. A mi regreso, la encontraba tambaleándose como antes, y los gritos de angustia expresaban la misma desesperación normal de siempre. Mis obras unas veces triunfaron y otras fueron silbadas, pero, a fuerza de honrado, no puedo achacar ninguno de estos resultados a mi observancia del Shabat.
Dejando el sombrío escenario, la mesilla abarrotada de tazas de café, los arrugados manuscritos llenos de tachaduras, los azorados actores, el director de escena enloquecido, los tramoyistas que se desgañitaban dando órdenes, el productor que se roía los nudillos, el tecleo de la máquina de escribir, la densa atmósfera llena de humo de tabaco y polvo, me dirigía a mi casa. ¡Qué cambio tan sorprendente! Como si volviese de la guerra. Mi esposa y mis hijos, cuya existencia casi había olvidado mientras me dedicaba a apuntalar ansiosamente aquella tambaleante ruina, me esperaban con expresión alegre, vestidos con sus mejores ropas, con un aspecto que me parecía maravillosamente atractivo. Nos sentábamos ante una espléndida cena, a una mesa adornada con flores y los antiguos símbolos de Shabat: el candelabro con las velas encendidas, los panes en espiral, el pescado relleno y la copa de plata de mi abuelo llena de vino hasta el borde. Yo bendecía a mis hijos con las antiguas bendiciones; cantábamos los bellos himnos sabatinos para aquella ocasión. Nuestra conversación no tenía nada que ver con obras teatrales que se hundían y se desmoronaban.
Mi esposa y yo reanudábamos nuestra última conversación. Los niños, sabiendo que el Shabat era el momento indicado para hacer preguntas, las hacían.
Hablábamos del judaísmo, y entonces venían aquellas preguntas que hacen los niños sobre D-os y que son imposibles de responder, pero que mi mujer y yo tratábamos de satisfacer lo mejor posible. Para mí esas horas eran un baño mágico que restauraba mis fuerzas.
El sábado pasaba más o menos de la misma manera. Los niños se encuentran en la sinagoga como en su propia casa, y les gusta. Aún les gusta más la presencia asegurada de sus padres. Durante los restantes días de la semana, llenos de ajetreo, de deberes escolares, de labores domésticas y de trabajo -y especialmente en los días en que tengo el estreno de alguna obra-, nuestros hijos apenas nos ven. Pero el sábado estamos todos reunidos, y ellos lo saben. Igualmente saben que yo no trabajo, y que su madre no tiene nada que hacer. Por eso consideran aquel día como su día.
Pero también es el mío. El teléfono permanece silencioso. Puedo pensar, leer, estudiar, pasear o sencillamente, no hacer nada. Este día es un oasis de quietud. Pero cuando llega la noche, me incorporo de nuevo a la maravillosa vida de Broadway, capaz de destrozar los nervios del más templado. Con frecuencia, es entonces que realizo mi mejor aporte de toda la semana a la horripilante operación quirúrgica que se realiza sobre el manuscrito, operación que continuará hasta la misma noche del estreno. Mi empresario me dijo un sábado por la noche: "No le envidio su religión, pero sí le envidio su Shabat".
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