Cuando aterricé en el Aeropuerto David Ben Gurion, muy tarde con respecto a mi hora de llegada programada, estaba llena de adrenalina, exhausta, asustada y anhelante por verlo. Pasé los controles sin contratiempos, agarré mi valija que llegó primera y en cuanto se abrió la puerta de salida, corrí hacia Marcelo y me le tire cual koala. Lo bese por todos lados, no me importó el aliento a búfalo que tenía. Cuando finalmente me bajó, lo abracé con fuerza para transmitirle cuánto necesitaba que nunca me soltara y le susurré al oído: “Voy a respetar shabat”.


—Vale, la empresa me manda a Israel. ¿Querés que pida unos días extra y te venís? —me dijo Marcelo cuando llegué a casa, cargada de bolsas con algunas compras que había hecho en el camino de vuelta.

— Claro que si —le dije—. ¿Cuándo sería? así me organizo.

—No sé bien, pero calculo que el mes que viene. Solo me avisaron que tenía que ir a cerrar el trato allá.

—¡Estupendo! Cuando tengas la fecha exacta, avísame y lo organizamos —dijo Vale entusiasmada. Luego agregó—: Voy a terminar de preparar la cena y comemos.

Esa cena y todas las que siguieron fueron gloriosas porque este viaje pasó a ser el unitema. Hacía años que anhelábamos visitar Israel y finalmente se nos presentó la oportunidad perfecta. Pasamos muchas tardes de domingo frente a la computadora organizando el viaje: planeando qué comer, dónde hospedarnos, y qué lugares visitar.

Cuando Marce se fue, cinco días antes que yo, me pidió que me tomara las cosas con tiempo y calma. Era mi primer viaje sola a un destino tan lejano. Me dio un beso en la puerta de casa y, como siempre, sensible a todo, lloré.

​Esa semana sola, tuve que enfrentar la ansiedad del viaje por mi cuenta. Mis padres siempre atentos a su única y adorada hija, me llevaron a Ezeiza con tiempo suficiente para todos los trámites. Les pedí que no estacionaran. Me bajé, papá me ayudó con la valija, y me despedí de ambos. “Cuídate, despacio, disfruten, te quiero, te queremos, dormí, come rico”, algunas de las cosas que dijeron los idishe mames que me dieron la vida.

​Me dormí sin probar la comida del avión, había comido antes de subir dos sándwiches de milanesa que me llevé. Me desperté cuando encendieron las luces para servir el desayuno.

Como era pasajera en tránsito, agarré mi carry on y me fui a dar una vuelta por el centro de Madrid. Elegí pasear por la Gran Vía, recomendación principal de quienes me conocen. Negocios bulliciosos, gente emergiendo por todas partes, artistas callejeros, bares y chocolate con churros.

Cuando llegué al mostrador de El Al, la aerolínea que me llevaría a Israel, busqué mi pasaporte para hacer check-in. No lo encontré en la riñonera. “Marce y su obsesión me deben haber hecho guardarlo en un lugar ‘más seguro’, pensé para mis adentros. Abrí el carry on y revisé el bolsillo interno, nada. Decidí, sin importarme las miradas de los demás pasajeros en la cola detrás de mí, sacar cada cosa del carry on. Libro, campera de abrigo, muda de ropa interior de repuesto, el paquete de galletitas saladas y las barritas. El pasaporte no apareció. Seguí por la cartera, a la que di vuelta furiosamente sobre el piso. Nada. Los bolsillos del jean, tampoco. Con paciencia, mientras lágrimas de frustración caían por mis mejillas, volví cada cosa a su lugar y me quede en el suelo mientras la gente pasaba a mi alrededor.

Cuando pude me levanté, me limpié la cara y caminé hacia el mostrador. Le hablé a la señorita, de cabello colorado y con mucho maquillaje, que le toque en suerte: “Necesito ayuda, no encuentro el pasaporte y tengo que viajar en este vuelo a Israel. Me están esperando”. Un silencio tenso se apoderó del ambiente mientras nosotras nos comunicábamos solo con la mirada. Ella sorprendida, yo desencajada.

Se levantó de su asiento y fue a hablar con un colega, y luego con otros dos más, pero parecía que no obtenía lo que buscaba. Finalmente, se retiró por un momento. Cuando volvió me informó: “Te llevarán a una sala y allí esperarás hasta mañana que abra el consulado donde te darán un nuevo pasaporte”. Quise explicarle que Marce me estaba esperando, que no podía quedarme ahí y muchas otras cosas más, pero no lograba articular frases completas; solo balbuceaba palabras sueltas: “Marce, Israel, me mata, esperar, ¿qué hago?…”.

Entonces sentí un brazo sobre el hombro y una voz femenina que me decía: “Por aquí por favor”. Derrotada, la seguí.

Entré a una habitación vacía, me senté, incliné la cabeza entre las manos y lloré. Hablé en voz alta: “D-s, ¿qué querés de mí?, ¿para qué me estás haciendo pasar por esto?, ¿qué tengo que hacer?, ¿qué querés de mí?, ¿qué hago? Marce me está esperando en Israel para hacer el viaje que siempre soñamos, ¿hace falta que me dejes acá varada?, ¿dónde está mi pasaporte?…”. Dejé esas palabras flotando en el aire mientras seguía llorando un poco más. Después de un rato, hablé de nuevo con determinación y seriedad: Ok, ¿querés que cumpla shabat? listo, concedido, voy a cumplir shabat.


Una hora más tarde, exhausta y vencida me había quedado dormida, cuando apareció nuevamente la misma mujer que me había llevado a la sala, abrió la puerta y me entregó un papelito: ”Aquí tienes el teléfono del cónsul, ven conmigo”. La seguí en silencio hasta el escritorio con el teléfono.

—¿Hola, hablo con José Figuerola? —dije tímidamente.

— Él habla, ¿en qué puedo servirla? —respondió amablemente.

—Soy Valeria Shapiro, una argentina, pasajera en tránsito, atrapada en Barajas por haber perdido el pasaporte. Mi marido me espera en Israel hoy —dije yo controlando el llanto para poder continuar.

Hubo un silencio interminable que me resultó agobiante, hasta que finalmente escuche su voz de nuevo:

—Valeria, primero tranquila. No se cómo lo hiciste, pero estas hablando con el cónsul de tu país, vas por buen camino.

Mis piernas se aflojaron y ya no pude contener las lágrimas. Tapé el auricular con mi mano.

—Gr… gr… graaaaciaaaas —balbuceé.

—¿Tenés tu documento a mano?

—Sí, ¿se lo digo?

—No hace falta ahora, pero traelo.

—Ok —dije yo.

—El consulado está cerrado, pero vamos a encontrarnos allí e intentar hacerte el pasaporte —dijo él. Luego agregó—: Cosa que nunca he hecho en mi vida —rio al terminar la oración.

—Gr… gr… graaaaciaaaas. Muchaaas graaaacias.

—Un placer poder ayudarte, ¿Tenés algo para anotar?

Miré a mi “amiga, ángel de la guarda, enviada del cielo” que estaba parada al lado mío y le hice señas para ver si tenía birome. Para anotar, me servía el papel que ella me había dado con el bendito teléfono.

—Si, dígame.

—Fernando el Santo 15 —dijo pausadamente mientras yo le confirmaba cada dato que escribía—. ¿Podés venir hasta acá?

—Ya salgo para allá. Gracias señor José.

—José solo está bien querida. Te espero.

Corté el teléfono, me senté, y volví a llorar desconsoladamente murmurando en voz alta: “Gracias D-s, shabat de acá hasta los ciento veinte”. En mi ensimismamiento escuché la voz dulce de mi hada madrina preguntándome: “¿Estás bien Valeria?”.

Me levanté y la abracé, pero ella se quedó rígida, entendí lógica su reacción. Le dije: “No sé cuándo ni cómo agradecerte por lo que acabás de hacer por mí. Me espera en el consulado ahora mismo”.

—Entonces ve —respondió ella con entusiasmo.

—Si, sí ya voy.

Carlota me acompañó hasta que tomé un taxi, al cual ella le dio la dirección. Nos despedimos con dos besos, ella dijo: “Ala mi niña, que todo tiene solución en el camino del Señor”.


En el trayecto al consulado, me invadió un pensamiento típico de hija con madre fatalista: me estaba por encontrar con un hombre del cual no tenía confirmados sus antecedentes, en un edificio que estaba vacío, en un país lejano de Europa. Los pensamientos iban en aumento, como subiendo una escalera.

Divisé la celeste y blanca y un guardia en la puerta me preguntó: “¿Es usted la pasajera en tránsito?”. “Wooowww” pensé para mis adentros mientras asentía con la cabeza. “Pase por aquí, cuarta planta, todo recto verá el ascensor, allí la esperan”.

El ascensor, con su cabina de madera y puerta de hierro, era notablemente antiguo. Con cada piso que pasaba, me invadía un creciente temor al ver solo oscuridad y escuchar un profundo silencio. Al llegar al cuarto piso, abrí la puerta y allí estaba Margarita, la secretaria del cónsul, enviada por D-s para asegurar mi tranquilidad y la de mi madre. “José me dijo que viniera para que no estén ustedes dos solos, ya está llegando”. Lloré, su abrazo me reconfortó profundamente, sentí la presencia de mi madre en aquel gesto.

El cónsul llegó unos minutos después que yo. Era educado, simpático y se esforzaba por tranquilizarme en todo momento. Llamó a un tal Marcos quien le fue indicando los pasos a seguir para hacerme el nuevo pasaporte. Cuando llegó el momento de la foto me pidió que dejara de llorar, cosa que no había podido hacer desde que vi a Margarita. “El pasaporte tiene validez por diez años” dijo con una sonrisa que revelaba dientes tan blancos como las teclas de un piano. Yo hice lo que pude.

El trámite duró alrededor de cuarenta minutos. Pianito, datos, foto. Finalmente me dieron el pasaporte, me pidieron un taxi y me dirigí directo a Barajas. A esa altura me sentía un autómata siguiendo instrucciones precisas y rápidas: Firma, huella dactilar, ascensor, taxi, aeropuerto. A pesar de eso, al despedirme me desviví en agradecimientos.

Llegué a Barajas con el último aliento, consciente de que probablemente había perdido mi vuelo y me quedaban horas de espera para el próximo. Aunque rebosaba de felicidad, no podía expresarla.

Caminaba absorta en mis pensamientos cuando un bullicio me sacó de ellos. Al levantar la cabeza vi una fila larga de personas con peies, sombreros negros, polleras largas, pelucas, muchos niños y los escuché hablar en hebreo. Una fuerza Di-vina me impulsó hacia ellos. Me acerqué a una mujer joven, que tenía un bebe en brazos y en mi inglés básico le pregunté qué ocurría. Ella me informó que nuestro vuelo estaba retrasado debido a un desperfecto.

Mientras me dirigía hacia la cola, miré al cielo, guiñé un ojo y dije: “Shabat hasta los ciento veinte, prometido”.


En el remise que nos llevaba al hotel, verborrágicamente le conté a Marce todo lo que me había pasado. Él no pudo meter bocado, solo asentía con gestos mientras avanzaba mi relato. Yo reía, lloraba, respiraba y continuaba hablando. Finalmente, cuando terminé, Marce tomó mis manos, me miró fijamente y me dijo:

—No esperaba una respuesta tan rápida.

—¿Qué?, ¿de qué estás hablando? —le dije.

—Mientras vos estabas en Madrid con todo tu asunto, yo estaba en el Kotel pidiendo para que podamos juntos respetar shabat.

Nos abrazamos el resto de lo que quedaba del camino, dormité.