Ve y aprende lo que el arameo Labán le quiso hacer a nuestro antepasado Jacob. El Faraón dispuso un decreto solamente respecto a los varones, pero Labán quiso destruirlo todo. Este pasaje de la Hagadá de Pesaj -que evidentemente está basado en la porción de la Torá de esta semana- es sumamente difícil de comprender.

En primer lugar, es un comentario sobre la frase de Deuteronomio, aramí oved aví. Tal como señala la gran mayoría de los comentaristas, el sentido de esta frase es “mi padre era un arameo errante”, que es una referencia o bien a Jacob, quien se escapó a Aram (=Siria, o sea, una referencia a Jarán, donde vivía Labán) o bien a Abraham, que se fue de Aram en respuesta al llamado que le hiciera Di-s para que viajara a la tierra de Canaán. Esto no significa “un arameo (=Labán) trató de destruir a mi padre”. Algunos comentaristas lo leen de esta manera, pero lo más probable es que lo hagan así al tomar en cuenta este pasaje de la Hagadá.

En segundo lugar, no vemos en ninguna parte que Labán verdaderamente haya tratado de aniquilar a Jacob. Él lo engañó, trató de explotarlo y lo persiguió cuando Jacob huía. Cuando estaba a punto de alcanzarlo, Di-s se le apareció de noche en un sueño y le dijo: “Ten mucho cuidado de no decirle nada, ni bueno ni malo, a Jacob1. Cuando Labán se queja de que Jacob estaba tratando de escaparse, Jacob le responde: “Hace ya veinte años que trabajo para ti en tu propiedad: catorce años para tus dos hijas y seis cuidando una parte de tu rebaño. ¡Ya cambiaste mi salario diez veces!”2. Todo esto indica que Labán se comportó en forma indignante con Jacob, haciéndolo trabajar sin un salario a cambio, pero no significa que él trató de “destruirlo”, o sea, de matarlo, como el Faraón trató de matar a todos los bebés varones de los israelitas.

En tercer lugar, la Hagadá y el servicio del seder al cual pertenece este texto tratan el tema de cómo los egipcios esclavizaron a los israelitas y practicaron con ellos el genocidio y de cómo Di-s los salvó de la esclavitud y de la muerte. ¿Por qué habríamos de disminuir toda esta narración diciendo que, en realidad, el decreto del Faraón no fue tan malo y que el de Labán fue peor? Esto aparentemente no tiene sentido ni en términos de la temática central de la Hagadá ni con relación a los hechos reales tal como aparecen registrados en el texto bíblico.

Entonces, ¿cómo debemos entender esto?

Tal vez, la respuesta sea la siguiente: la conducta de Labán es el paradigma del antisemitismo a través de todas las épocas. La Hagadá no se refiere tanto a lo que Labán hizo como a lo que su comportamiento dio origen siglo tras siglo. ¿De qué manera?

Labán empieza actuando como un amigo. Le ofrece refugio a Jacob cuando este huye de Esav, quien ha prometido matarlo, pero finalmente su comportamiento resulta menos generoso y mucho más egocéntrico y calculador. Jacob trabaja para él durante siete años para conseguir a Rajel. Pero en la noche de bodas, Labán reemplaza a Rajel con Lea, entonces, para poder casarse con Rajel, Jacob tiene que trabajar otros siete años. Cuando nace Iosef, hijo de Rajel, Jacob trata de irse. Labán se niega. Jacob trabaja otros seis años y entonces se da cuenta de que la situación es insostenible. Los hijos de Labán lo acusan de enriquecerse a costa de él. Jacob siente que Labán se está volviendo cada vez más hostil. Rajel y Lea coinciden en sus dichos: “¡Él nos trata como a extrañas! ¡Nos ha vendido y se gastó todo el dinero!”3.

Jacob se da cuenta de que no hay nada que pueda hacer o decir para convencer a Labán de que lo deje partir. No tiene otra opción más que escaparse. Entonces, Labán trata de perseguirlo y de no ser por la advertencia de Di-s la noche antes de alcanzarlo, casi no hay duda de que lo hubiera forzado a Jacob a regresar y a vivir el resto de su vida trabajando sin percibir por ello un salario. Tal como le dice a Jacob al día siguiente: “¡Las hijas son mis hijas! ¡Los hijos son mis hijos! ¡Los rebaños son mis rebaños! ¡Todo lo que ves es mío!”4. Resulta que todo lo que aparentemente le había dado a Jacob, en su mente, en realidad no se lo había dado en absoluto.

Labán trata a Jacob como de su propiedad, como su esclavo. Para Labán, Jacob no es una persona. A sus ojos, Jacob no tiene ni derechos ni una existencia independiente. Laván le dio a Jacob a sus hijas en matrimonio, pero aún sigue reclamando y diciendo que ellas y los hijos de ellas le pertenecen. Él había hecho con Jacob un convenio con respecto a los animales, estos serían para Jacob a manera de salario, pero aún así insiste en que “Los rebaños son mis rebaños”.

Lo que despierta su ira, su furia, es que Jacob mantiene su dignidad y su independencia. Jacob siempre encuentra una manera de seguir adelante, aún estando enfrentado a una existencia como esclavo de su suegro. Sí, es verdad que fue engañado y le quitaron a su amada Rajel, pero él trabaja para poder casarse con ella. Sí, es verdad que lo forzaron a trabajar en forma gratuita, pero él usa su conocimiento superior sobre la cría de animales para proponer un trato que le permitirá aumentar sus propios rebaños y así mantener a su extensa familia. Jacob se niega a darse por vencido. Rodeado por todos los costados, logra encontrar una salida. Esa es la grandeza de Jacob. Su estrategia no es la que hubiera elegido en otras circunstancias, tiene que ser más astuto que su adversario, que es extremadamente malicioso, pero Jacob ni se da por vencido ni se siente aplastado o desmoralizado. En una situación totalmente adversa, Jacob conserva la dignidad, la independencia y la libertad. Él no es esclavo de ningún hombre.

En efecto, Labán es el primer antisemita. Siglo tras siglo, los judíos buscaron refugio de aquellos que, como Esav, trataron de matarlos. Las naciones que les ofrecieron refugio, al principio, parecían ser benefactoras, pero siempre exigieron un precio muy alto. Ellas veían a los judíos como un pueblo que las enriquecería. Allí donde iban los judíos, llevaban prosperidad a sus anfitriones. Sin embargo, los judíos siempre se negaron a ser meros bienes muebles. Se negaron a ser propiedad de nadie. Ellos conservaron su propia identidad y su propia forma de vida. Insistieron en el básico derecho humano de ser libres. Entonces, finalmente, la sociedad anfitriona acabó por oponérseles alegando que los judíos la estaban explotando, cuando en verdad ocurría precisamente lo contrario: ellas los explotaban a ellos. Y cuando los judíos prosperaban, ellas los acusaban de robo: “¡Los rebaños son mis rebaños! ¡Todo lo que ves es mío!”. Se olvidaban rápidamente de que los judíos habían contribuido en forma masiva a la prosperidad nacional. El hecho de que los judíos habían conservado su autoestima, un poco de independencia, el hecho de que ellos también habían prosperado, hacía no solo que los otros pueblos tuvieran envidia, sino que se pusieran furiosos. Y entonces, ser judío se convirtió en algo peligroso.

Labán fue el primero en manifestar este síndrome, pero no el último. Apareció en Egipto tras la muerte de José, bajo el dominio de los griegos y los romanos, de los cristianos y los musulmanes, en la Edad Media, en las naciones europeas de los siglos xix y xx y después de la Revolución Rusa.

En su fascinante libro World on Fire (El mundo en fuego), Amy Chua sostiene que el odio étnico siempre está dirigido por la sociedad anfitriona contra cualquier minoría notoriamente próspera. Tienen que cumplirse tres condiciones: 1. El grupo odiado tiene que ser una minoría, porque si no la gente temerá atacarlos. 2. Tiene que ser exitoso, porque si no la gente no los va a envidiar. 3. Tiene que ser notorio, porque si no la gente no va a advertir su presencia. Los judíos cumplieron con las tres condiciones. Y es por eso, que los odiaban.

Todo comenzó durante la estadía de Jacob en casa de Labán. Él era una minoría, pues la familia de Labán era mucho más numerosa. Era próspero y era notorio: eso era fácil de advertir al mirar sus rebaños.

Ahora, queda en claro lo que dicen los sabios en la Hagadá. El Faraón fue un enemigo de los judíos una sola vez, pero Labán existe de una forma u otra en todas las épocas. El síndrome sigue presente hoy en día. Tal como señala Amy Chua, Israel en el contexto del Medio Oriente es una minoría notoriamente exitosa. Es un país pequeño, es una minoría. Es exitoso y en forma notoria. De alguna forma, es un país pequeño con pocos recursos naturales que ha eclipsado a sus naciones vecinas. El resultado es la envidia que se transforma en enojo que se transforma en odio. ¿Dónde comenzó todo? En Labán.

Viéndolo desde esta perspectiva, ahora empezamos a percibir a Jacob bajo una nueva luz. Jacob representa a las minorías y a las naciones pequeñas en todo el mundo. Jacob es la negativa a dejar que las grandes potencias aplasten a las minorías, a los débiles, a los refugiados. Jacob se niega a definirse a sí mismo como esclavo, como la propiedad de otra persona. Él sostiene que su dignidad y su libertad son inherentes. Él contribuye a la prosperidad de los demás, pero supera todo intento por ser explotado. Jacob es la voz que dice: “Yo también soy humano. Yo también tengo derechos. Yo también soy libre”.

Si Labán es el paradigma eterno del odio a las minorías notoriamente prósperas, entonces Jacob es el paradigma eterno de la capacidad que tiene el ser humano de sobrevivir al odio de los demás. De esta manera tan extraña, Jacob se transforma en la voz de la esperanza en la conversación de la humanidad, la prueba viviente de que el odio jamás vence en la batalla final y que la que triunfa es la libertad.