Uno de los elementos más destacados del ayuno judío de Yom Kipur en la Antigüedad, cuando todavía estaba en pie el Templo Sagrado de Jerusalén, era el ritual de “los dos chivos”.
Se llevaban dos chivos que fueran imposibles de distinguir uno del otro y se los presentaba ante el Sumo Sacerdote, y este colocaba al azar sobre la cabeza de cada uno de los chivos su suerte; en uno, decía “para Di-s”; y en el otro, decía “para Azalel”, que era el nombre de un acantilado que había en un desierto desolado.
Según prescribe la Torá, el primer chivo era solemnemente sacrificado en el templo en una ceremonia en la que se le prestaba suma atención a cada detalle de la ofrenda. Por su parte, el segundo chivo era llevado al acantilado y arrojado al precipicio, moría en forma muy poco ceremoniosa, incluso, lo hacía antes de tocar suelo.
Es posible que nuestros contemporáneos frunzan el ceño ante el destino de ambos animales, pero debemos recordar que los rituales judíos encierran ideas de enorme profundidad, que estas personas ni siquiera imaginan…
No es que yo crea que soy versado en esos significados tan profundos, pero al reflexionar acerca del ritual de “los dos chivos” antes de Yom Kipur (anticipando así su mención durante el servicio de plegarias de este día), se me ocurrió algo que, tal vez, sea de gran relevancia para la época en que vivimos.
Existen dos formas de percibir la vida humana y ambas son tan mutuamente excluyentes como fundamentales. Nuestra existencia es o bien el producto de un acto intencional, o bien el producto de un accidente. Y el corolario es inmediato: o bien nuestra vida tiene sentido, o bien no lo tiene.
Si las raíces de nuestra existencia radican, a fin de cuentas, en una pura cuestión de azar, entonces, las buenas o malas acciones tienen más o menos el mismo sentido que las películas buenas o malas. En ese caso, no somos más que animales evolucionados, tanto las Madres Teresas como los Adolfos Hitlers. Sí, es verdad, concebimos comportamientos racionales para establecer normas sociales, pero en ese caso, el contrato social no es más que una herramienta práctica, no un imperativo moral y, por lo tanto, es al fin y al cabo algo meramente artificial. Tan solo por el hecho de que exista un Creador en la imagen más amplia, la vida humana puede tener verdaderamente importancia y puede situarse en un plano diferente del de los mosquitos.
Obviamente, la Torá se construye sobre la base de una creación dictada por la Divinidad y, de hecho, se inicia con ese relato. Y su mensaje más básico es el sentido que tiene la vida humana. La mayoría de nosotros alberga una convicción innata similar.
Sin embargo, según la perspectiva de algunos, lo único que existe es aquello que podemos percibir con nuestros sentidos físicos. La aparente aleatoriedad de la naturaleza, según dicho enfoque, no deja de ningún modo lugar para la divinidad. No es una postura difícil de mantener: el Creador, aunque sea muy evidente para aquellos que tienen el privilegio de percibirlo, no dejó huellas digitales claras en Su Creación.
¿Acaso existe la posibilidad de que ambos puntos de vista tan diametralmente opuestos aparezcan reflejados de alguna manera en el ritual de Yom Kipur?
El chivo que se transforma en sacrificio encima del altar del Templo, probablemente, simbolice el reconocimiento de la idea de consagración al servicio de lo divino. Y si es así, ¿acaso su compañero, que halla su destino en un lugar tan desolado y tan poco sagrado, no estará haciendo alusión a la perspectiva de la vida como algo sin sentido y sin propósito?
En verdad, no se trata de una especulación imposible de concebir, en especial si tenemos en cuenta la forma en que el chivo de Azazel parece ser descrito por la Torá cuando esta dice que él se lleva consigo los pecados del pueblo.
Los comentaristas judíos tradicionales se quedan todos maravillados ante tal concepto. Algunos, incluyendo a Maimónides, interpretan esto en el sentido de que el pueblo es estimulado a arrepentirse a través del chivo emisario.
Y si el chivo emisario hace alusión a la mentalidad de la falta de sentido, entonces, tal vez, podamos alcanzar una cierta comprensión de la inspiración que debió haber producido su envío. Quizá, el hecho de que el animal estuviera “cargado con los pecados” del pueblo se esté refiriendo a la admisión de que el pecado es producto de la falta de reconocimiento de lo significativa que es de hecho la vida. En ese sentido, los rabinos del Talmud dijeron algo así cuando observaron que “la persona no peca, a menos que se apodere de ella un espíritu de locura”.
Por lo tanto, el envío del chivo emisario puede entenderse como la admisión de la idea de que las raíces del pecado yacen en la locura que surge de las dudas que tenemos de nosotros mismos. Y es presumible que aquellos que presenciaban el envío del chivo emisario, hayan obtenido inspiración al pensar en el otro chivo, el que era sacrificado como algo consagrado a Di-s. Y así, incitados en el día más santo del calendario judío, tal vez, hayan podido comprometerse a albergar nuevamente el tremendo significado que tiene la vida humana.
Hoy, ya no tenemos el ritual de los chivos, pero con seguridad, podemos esforzarnos por absorber del mismo modo ese concepto eternamente oportuno.
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