Como hermanas mellizas que somos, Rebeca y yo crecimos compartiendo muchos de nuestros amigos. Pero ciertos amigos eran solo míos o solo de ella. Bárbara era amiga mía. Nos conocimos en el cuarto grado de la escuela religiosa del templo, y desde el primer momento supimos que seriamos mejores amigas. Incluso después de que Bárbara se fuera a Boston a estudiar en la universidad seguimos en contacto. Siempre me llamaba para mi cumpleaños y antes de Iom Kipur. En vez de decir “Hola, soy Bárbara”, comenzaba directamente a cantar nuestra canción preferida de Iom Kipur: Todo el mundo vendrá a servirte.
Hasta que eligió casarse con un no judío.
Luego de graduarse de la universidad, Bárbara se instaló en Boston y se comprometió con su novio John, quien no era judío. Tanto Rebeca como yo estuvimos invitadas a su casamiento. Hacía relativamente poco tiempo mi hermana había comenzado la universidad y no contaba con mucho dinero, así que le envió una carta en la que decía que, por falta de dinero, no podría asistir a la boda. Por mi parte le envié un regalo y una carta, la cual escribí y reescribí varias veces. En ella le decía a Bárbara lo mucho que la quería y lo mucho que significaba su amistad para mí. Que seguiríamos siendo mejores amigas. Que siempre estaría allí para ella cuando me necesitara. Pero que no podía avalar un matrimonio interreligioso.
Bárbara aceptó la carta en la que Rebeca declinaba la invitación, pero se enojó y desilusionó profundamente por mi “rechazo”. Ella se casó sin que yo asistiera a su boda, y eso dejo una mancha imborrable en nuestra amistad. Dejó de llamarme antes de Iom Kipur, pero siguió enviándome cartas para mi cumpleaños.
El año pasado, me encontraba en casa de Rebeca la mañana anterior a Iom Kipur. Ella estaba preparando la cena previa al ayuno. Su marido, Greg, estaba preparándose para ir a un evento deportivo con sus dos hijos. Antes de casarse con Rebeca, Greg se había convertido al judaísmo con el rabino del templo de nuestros padres, pero nunca fue muy entusiasta respecto de ir al templo, y como resultado de una crianza católica bastante estricta, no era muy propenso a las observancias religiosas tradicionales de ningún tipo.
Esa mañana sonó el teléfono. Era Bárbara, que llamaba para hablar con Rebeca. Me invadieron unos sentimientos de celos y dolor. Bárbara había dejado de llamarme a mí antes de Iom Kipur. Decidí salir de la casa para no tener que hablar con ella en caso de que preguntara por mí.
Cuando terminó de hablar, Rebeca vino a confortarme. “¿No lo entiendes, verdad?”, me dijo. “Bárbara y yo hablamos antes de cada festividad judía porque nos es muy triste ver a todas esas familias felices compartiendo la ceremonia en el shil sabiendo que eso nunca ocurrirá para nosotras. Quizá mis hijos me acompañen alguna vez, si es que no tienen nada mejor que hacer. Pero Greg jamás lo hará. Al igual que John. Durante el resto del año no nos resulta tan grave, pero cuando llegan las festividades se hace difícil, y a veces puede resultar bastante solitario. No seas tan dura con Bárbara. Ella no te está excluyendo. Desafortunadamente, me está incluyendo a mí, pero no precisamente por un motivo alegre”.
Escuché atentamente las palabras de Rebeca y logré tomar distancia de la situación. Y mis sentimientos cambiaron radicalmente. En vez de sentirme herida por Bárbara, comencé a sentir compasión por ambas. Me di cuenta de que si yo estuviera en sus zapatos, también me sentiría sola. Sentiría una profunda desilusión si mi marido y mis hijos no compartieran algo que para mí es tan importante y significativo. Decidí que en vez de juzgarlas intentaría apoyarlas y acompañarlas. Cuando regresé a mi casa más tarde ese día, llame a Bárbara. Le dije que simplemente quería saludarla y desearle que tuviera un ayuno fácil.
“No puedo creer que me llamaras”, dijo. “Justo estaba pensando en ti”.
Más tarde, me escribió un email:
“Luego de que me llamaras, lloré un buen rato. Significó mucho para mí tu llamado. Siento que en el pasado fuiste muy crítica respecto de mí y de mi matrimonio con John. Pero siento que ahora también me estas aceptando por lo que realmente soy, una judía comprometida, que ayuna en Iom Kipur, pero que de alguna forma se enamoró de un no judío y decidió casarse con él.
Resulta llamativo que tanto Rebeca como yo nos hayamos casado con dos hombres maravillosos pero que sin embargo no comparten nuestro amor por el judaísmo. Los dejamos ‘hacer lo que quieren’ y simplemente esperamos que algún día elijan inclinarse hacia nuestro lado. Cuando nos casamos, teníamos poco más de veinte años, y ninguna de nosotras creyó que nuestros maridos no se acercarían al judaísmo y que deberíamos enfrentarnos con la realidad que nos toca vivir. Ambas tenemos hijos que se encuentran en el medio de la puja de sus padres en direcciones y creencias opuestas. Ninguna de las dos posee el modelo de familia judía unida que tanto anhelábamos”.
Sentí que nuestra amistad había dado un paso hacia adelante. Bárbara no había abandonado el judaísmo, simplemente no había podido prever que su vida terminaría siendo tal cual era. No es sencillo mirar hacia adelante, en especial cuando no queremos ver qué es lo que nos espera.
Hace poco fue el bar mitzvá de mi hijo. Bárbara no pudo venir para el festejo, pero cuando estaba encendiendo las velas de shabat, el viernes por la noche, sonó el teléfono. El mensaje entró en la contestadora. “Hola, soy Barb. Debo haberme pasado del horario de inicio de shabat. Tendré que prestar más atención la próxima vez. Simplemente quería desearte mazal tov de todo corazón. Te quiero. Shabat shalom”.
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