Se cuenta la historia de un judío simple e inculto que tenía una taberna en un cruce de caminos a muchas semanas de viaje de la comunidad judía más cercana. Un año decidió hacer el trayecto al poblado judío para Rosh Hashaná.

Cuando entró al shul en la mañana de Rosh Hashaná, ya estaba lleno de personas que rezaban y el servicio había comenzado hacía rato. Casi sin saber cómo sostener el libro de rezos, se cubrió la cabeza con el talit y ocupó un lugar discreto contra la pared del fondo.

Pasaron las horas. El hambre comenzaba a roer su estómago, pero los sonidos apasionados de los rezos a su alrededor no mostraban signos de ir a calmarse. Las visiones de la suntuosa comida festiva que lo esperaba en casa lo hacían llorar de dolor. ¿Qué era lo que llevaba tanto tiempo? ¿No habían rezado bastante ya? Pero el servicio seguía.

De repente, cuando el cantor llegó a un pasaje especialmente emotivo, toda la congregación rompió en llanto. ¿Por qué estaban todos llorando?, se preguntaba el tabernero. Entonces se dio cuenta. ¡Claro! También tenían hambre. Ellos también están pensando en la comida que se les escapaba y el servicio que se demoraba en terminar. En otro arrebato de lástima por sí mismo, dio rienda suelta a su angustia; un nuevo gemido se unió a los otros cuando también él lloró desconsoladamente.

Pero después de un rato los gemidos disminuyeron y al final se detuvieron, salvo por unos pocos miembros de la congregación especialmente piadosos. Las esperanzas de nuestro tabernero resurgieron pero los rezos continuaron. Y continuaron. ¿Por qué habían dejado de llorar?, se preguntó. ¿Ya no tenían hambre?

Fue entonces que se acordó del cholent (guiso tradicional judío). ¡Qué cholent tenía esperándolo! Todo lo demás que había preparado su mujer para la comida festiva empalidecía en comparación con ese cholent. Recordaba claramente el jugoso trozo de carne que ella había introducido en el cholent cuando lo puso sobre el fuego la tarde anterior. Y nuestro tabernero sabía una cosa sobre el cholent: cuanto más se cocina, más sabroso es. Había espiado bajo la tapa al salir para el shul esa mañana, cuando el cholent ya había estado cocinándose durante unas dieciocho horas. Qué bien, había olfateado en aprobación, pero con unas horas más, ah… Unas pocas horas de pies doloridos y estómago vacío eran un bajo precio a pagar considerando lo que se estaba cocinando bajo la tapa con cada minuto que pasaba.

Desde luego, eso era lo que los demás miembros de la comunidad también estaban pensando. Ellos también tenían un cholent cociéndose a fuego lento sobre el fogón. Por eso dejaron de llorar. Que continuase el servicio, se consolaba, cuanto más largo, mejor.

Y así siguió el servicio. Sentía el estómago como cuero crudo, sus rodillas se debilitaron del hambre, le latía la cabeza de dolor, la garganta le quemaba con lágrimas contenidas. Pero cuando sentía que simplemente no podía soportar un momento más, pensaba en el cholent, imaginando lo que le estaba pasando en ese mismo momento a ese trozo de carne: el exterior cada vez más crujiente, suavizándose por dentro; la mezcla de sabores con las papas, los guisantes, el kishke y las especias en la cacerola. Cada minuto, se decía a sí mismo, es otro minuto de mi cholent sobre el fuego.

Una hora más tarde, el cantor se lanzó a otra pieza excepcionalmente emotiva. A medida que su voz trémula pintaba la maravillosa escena del juicio divino que se desplegaba en los cielos, todo el shul se largó a llorar otra vez. En ese momento, el dique estalló en el corazón de este simple judío, porque entendió lo que estaban pensando sus correligionarios. “Basta es basta”, sollozó. “¡No me importa el cholent! ¡Ya se cocinó demasiado! ¡Tengo hambre! ¡Me quiero ir a casa!“

La historia judía es un cholent.

El Talmud dice que “el pueblo de Israel fue exiliado entre las naciones solamente para que los conversos puedan sumarse a ellos”. Al nivel más básico, esto es una referencia a aquellos no judíos quienes, en los siglos de dispersión, entraron en contacto con el pueblo judío y decidieron convertirse al judaísmo. Pero la enseñanza jasídica explica que el Talmud también se refiere a las muchas otras almas que hemos transformado y elevado durante el transcurso de nuestro exilio: las “chispas de santidad” contenidas dentro de la creación física.

El gran rabino cabalista Isaac Luria (el “Arí”) enseñaba que cada entidad creada tenía una chispa divina en su interior, un punto preciso de divinidad que constituye su alma, es decir, su función y diseño espiritual. Y cuando utilizamos algo para servir al Creador, nos adentramos en su cáscara de mundanidad, revelando y haciendo realidad su esencia divina.

Es para este fin que fuimos esparcidos a lo largo de seis continentes: para que podamos entrar en contacto con los destellos de santidad que esperan redención en cada rincón del globo. Para que una imprenta en Boston imprima un trabajo de aprendizaje sobre la Torá en papel fabricado por una papelera en Pensilvania, a partir de un árbol que creció en Oregon. Para que un claro en un bosque de Polonia sirva de sitio para los rezos de un judío itinerante, y que una teoría científica desarrollada en una universidad británica pueda ayudar a un judío a apreciar la sabiduría divina intrínseca del mundo natural.

Y cuanto más santa la chispa, más hondo está enterrada. Los maestros cabalísticos utilizan la analogía de una pared derrumbada: las piedras más altas son las que caen más lejos. Del mismo modo, cuando Di-s invirtió Su voluntad en Su creación, hizo que los elementos más elevados descendieran a los rincones más distantes y más espiritualmente desolados de la Tierra. Por eso nuestro galut o exilio de la Tierra Santa, nuestro sometimiento a gobiernos y culturas extraños, el cese de la participación directa y abierta de Di-s en nuestras vidas, y nuestro aparente abandono a la suerte y el destino. Todo esto es un “descenso en aras del ascenso”, una misión a los puntos de la Tierra más olvidados –tanto espiritual como geográficamente– para extraer las chispas excepcionalmente elevadas que contienen.

Por eso, cuanto más penoso el galut, cuanto más difíciles nuestros desafíos, más profundos los elementos a los que nos enfrentamos, y más grandes las recompensas. Cada minuto adicional de galut representa más destellos de santidad redimida, y cuanto mayor su descenso, más profunda la dimensión en que se hace realidad el propósito divino.

Pero llega un momento en el que cada judío debe gritar desde lo más profundo de su ser: “¡Basta! !El cholent ya se ha estado cocinando lo suficiente! ¡Queremos ir a casa!”