Los comunistas llegaron al poder cuando Naftali –”Tolchik” para los amigos– era joven. A su padre todo eso le daba mala espina, por lo que le dijo a Tolchik que estudiara para ser un shojet y así dominara la compleja y rigurosa práctica de la matanza ritual casher. La formación lleva tiempo y la paga es miserable. “Házte shojet”, le dijo su padre. “Si eres shojet, seguirás siendo judío”.

Tolchik, el shojet, y su esposa criaron a sus hijos bajo los soviéticos. Sin embargo, al comenzar la década de 1950 la familia entera había logrado escapar, casi todos con pasaportes falsos. Con la excepción de su hijo Meir, ya adulto, y su creciente familia.

Su otro hijo, Berel, había escapado junto a la rebetzinJana Schneerson, la madre del Rebe de Lubavitch, haciéndose pasar por su hijo. Al llegar a Nueva York, Berel trabajó como tallador de diamantes y (un destello en el gris panorama soviético) mantuvo su conexión “filial” con la rebetzin Jana al desarrollar una cálida relación con su hijo, el Rebe de Lubavitch. Tolchik, su esposa y su hija se establecieron en Montreal. Su hijo Dovid estaba en Amberes. Tolchik era feliz, salvo por el hecho de que Meir seguía capturado por los soviéticos.

Hay una costumbre de recibir matzá del rabino de uno en Pésaj. Naturalmente, Berel la seguiría.

“Cuando recibas la matzá del rebe”, le dijo Tolchik a su hijo Berel, “menciona a tu hermano Meir”.

“Pero no pidas sólo una brajá, una bendición”, continuó Tolchik. “Pide una abtajá –una promesa– de que mi Meir saldrá vivo”.

Berel nunca presionó a nadie a hacer nada que no quisiera. Y un jasid no hace demandas a su rebe. Pero Berel nunca le negó nada a su padre.

El rebe le entregó a Berel su matzá. Berel mencionó a su hermano Meir y el rebe pronunció su brajá. “Mi padre pide su promesa de que Meir podrá salir”, respondió Berel.

La cara del rebe se oscureció y le tembló la mano. “Shlep mir nisht beim tzung (¡No me arranques palabras que no puedo decir”!) contestó el rebe con inusual ardor y agregó: “Mi suegro [el rebe anterior de Lubavitch] logró cosas mayores que esto”.

Berel vio lágrimas en los ojos del rebe, quien le dio a Berel otro trozo de matzá. “Le darás esto a tu hermano”.

“¿A mi hermano Dovid en Bélgica?”, preguntó Berel.

“No, a Meir. No necesariamente en los Estados Unidos, pero en algún lugar cercano”.

Unos años más tarde, la familia supo que Meir tenía planes para hacer escapar a su familia a través de la frontera con pasaportes falsos. Fracasó. Pasaron varios años y Berel guardaba la matzá para su hermano. La guardó durante dieciocho años. Matzá, que la cábala llama “el pan de la fe”.

Fue entonces que les llegaron las noticias. ¡Meir está libre! ¡Con su esposa! ¡Con sus hijos! ¡Con su hija! Recibieron visas para ir a Canadá (no necesariamente en los Estados Unidos, pero cerca...) y Berel viajó a Montreal tan pronto como pudo. No había visto a Meir en más de veinte años. Corrió hacia su hermano y Meir hacia él. Berel le dio a su hermano el trozo de matzá y cada uno cayó en los brazos del otro.

La historia de Berel explica la conducta de Iaacov en nuestra parashá. Iaacov llevó luto por su hijo Iosef, como si hubiera estado muerto durante más de veintidós años. Finalmente lo vio –¡un milagro!– pero Iaacov no lo besó; recitaba el Shemá… un sorprendente quiebre de emoción humana. La noche que escuché la anécdota tal como la relató su hijo, Berel me demostró que un momento de fe no separa a dos seres queridos que hace tiempo no se ven. Los mantiene unidos.