Hay dos tipos de personas: los idealistas y los realistas. Los idealistas sueñan con un mundo con justicia social, sincronía entre el cuerpo y el alma, cuidado ambiental y una vida con más consciencia. Los realistas invierten en objetivos prácticos y alcanzables, como la estabilidad financiera, el manejo del tiempo y un estilo de vida saludable.
En lo personal, me identifico tanto con los idealistas como con los realistas. Creo que es probable que todos seamos un compuesto de ambos, pero que estemos un poquito más de un lado que del otro.
Para ser un verdadero idealista, no debes considerar la resistencia con la que te puedes encontrar al poner en marcha tus sueños. El idealismo puro sigue las máximas de la verdad pura, y no se inclina ante limitaciones ambientales o sociales.
Por otro lado, sin pensamientos realistas, mis sueños se quedarían en el mundo de la fantasía, sin ser nunca puestos a prueba ni validados en el mundo real, sin ayudar jamás a nadie.
En 1940, cuando el sexto Rebe de Jabad Lubavitch, rabí Yosef Yitzchak Schneersohn, viajaba en el barco desde Europa, que estaba abatida por la guerra, hacia América, llamó a uno de sus ayudantes, rabí Hodakov, y le indicó que tomara un bolígrafo y un papel; el Rebe le dictaría y él tenía que escribir. El Rebe luego comenzó a diseñar su plan para fundar un judaísmo próspero en América. Trazó la manera en la que crearía tres instituciones luego de llegar al nuevo país —una editorial y una sección educativa: una para niños y otra para adultos— y delineó los detalles de cada una de ellas.
Luego de dictar sus planes, el Rebe dijo: “Quizás hayas pensado que esperaría a llegar a América para comenzar a formular mis planes. Entonces, podría haber evaluado las necesidades de la comunidad americana y planificar conforme a ellas. ¡No! De haber actuado de ese modo, me habría influenciado lo que hubiera visto, y mi visión de América estaría contaminada. ¡Quiero un judaísmo europeo (intransigente), no un judaísmo americano (concesivo)!”.
La obra de nuestras vidas es integrar nuestros ideales más elevados a una estructura práctica, según dicen los cabalistas. Y esta fusión requiere integridad y mucho trabajo creativo.
¿Cómo será el mundo en la era mesiánica? Los cabalistas lo caracterizan de una manera muy simple: la fusión de los ideales humanos más elevados y un estilo de vida pragmático; un alma en toda su expresión que vive cómoda en un cuerpo material. Eso es lo que llaman un vivir redentor.
Di-s no le permitió a Moshé entrar a la Tierra de Israel. Él le rogó y le imploró a Di-s que lo perdonara y lo dejara entrar. Di-s había perdonado al pueblo judío cuando Moshé suplicó en su nombre, pero cuando se trataba del error del propio Moshé, Di-s no cedió.
Di-s no lo quería en Israel, con pecado o libre de él. El pecado parecía una excusa conveniente; era definitivo: Moshé no iba a entrar.
Esto es difícil de creer si consideramos el hecho de que Moshé nunca quiso el trabajo de líder en primer lugar, y aun así fue un líder sumamente comprometido durante más de cuarenta años. Y ahora, cuando el viaje estaba a punto de terminar y el pueblo finalmente se establecería en una tierra propia, Moshé era excluido.
El Talmud compara a Moshé con la luz del sol y a Ioshua con la luz de la luna.1 Pensemos en la intensidad del sol. Cuando emite sus rayos, todo se ilumina por completo. La luna es más sutil. El cielo permanece negro ante su brillo; la noche conserva su oscura intriga.
El poder de Moshé era tal que si hubiera conducido a los judíos dentro de Israel, las cosas habrían sido simples. Hubieran conquistado la tierra sin demasiados desafíos. Si Moshé hubiera construido el Templo Sagrado, su santidad hubiera sido tan intensa que nunca podrían haberlo destruido.
¡Suena magnífico!
Pero Di-s no quería que fuera así de simple. Sí, Moshé era dinámico y podría haber eclipsado la oscuridad, pero los judíos hubieran sido pasivos y le hubieran dejado hacer el trabajo por ellos. Para hacerse dueños de la tierra, tenían que ser participantes activos.
Ioshua era el candidato perfecto. Era un líder fuerte, pero no tan fuerte como para hacer que la oscuridad desapareciera por completo. Juntos, trabajarían para superar todos los desafíos con los que se enfrentaran hasta asentarse en la tierra de manera definitiva.
El pueblo tenía una visión: establecerse en la Tierra Prometida. En la práctica, era muy difícil cumplir esta visión. Había otros pueblos que vivían en la tierra. Les sería difícil gobernarse a sí mismos, progresar. El liderazgo de Moshé hubiera resuelto estos problemas. Pero Di-s no quería que ellos se perdieran del sano proceso que implica plantar las semillas de las propias visiones en la dura tierra de la realidad. Y eso es lo que tendrían que hacer sin Moshé.
Como si quisiera hacer énfasis en lo sagrada que es la fusión entre la visión y la vida real, en el quinto capítulo del libro de Devarim, Moshé repite los Diez Mandamientos. En su interpretación, sin embargo, la experiencia del Sinaí parece muy distinta. En la versión original, en el libro de Shemot, la Torá cuenta que el Sinaí estaba lleno de humo mientras Di-s descendía sobre él en un fuego. Todo el pueblo temblaba. A las palabras de Di-s las precedían rayos y truenos. Luego de escuchar a Di-s hablarles directamente, el pueblo le rogó a Moshé que repitiera sus palabras, porque cada vez que Di-s hablaba, ellos quedaban inconscientes.
Pero aquí, en la segunda versión, Moshé casi ni menciona todo este espectáculo. Lo que sí cuenta es el efecto que causó en el pueblo la experiencia en el Sinaí. “Se les ha hecho saber que Di-s es su Di-s… En la tierra Di-s mostró su gran fuego y ustedes oyeron sus palabras… Di-s les habló a ustedes cara a cara”.
Los Diez Mandamientos, en Shemot, tienen que ver con Di-s; cuando se repiten en Devarim, tienen que ver con el efecto que tuvieron aquí en la tierra. Juntos, unen el elevado idealismo de la Torá con la realidad de la vida.
Esta fusión exitosa es lo que los sabios llaman la “Torá del Mashíaj”.2
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