Frecuentemente uno se siente mal como resultado de la manera en que se define a sí mismo y sus objetivos de vida. Para un niño que juega en un arenero, por ejemplo, si se le acerca otro niño y le quita su balde y su pala, es una verdadera catástrofe. Y ni qué decir si le derrumba el castillo de arena que acaba de terminar.

¿Cómo harías para tranquilizar al niño, para que no sufra tanto por semejante injusticia?

Pueden haber muchas maneras, por cierto. Quizás la más justa y perdurable es mostrarle al chico cuán insignificante son la pala y el balde y cuán insignificante es el castillo, a fin de cuentas. Es apenas un pasatiempo; nada de eso tiene un valor real. Si el chico está en condiciones de entender lo que se le quiere decir, se tranquilizará. Una pala, un balde y un castillo de arena tienen valor únicamente en el contexto del arenero, pero la vida no empieza y termina ahí. En el contexto del arenero, sin duda es una catástrofe, pero en el contexto más amplio de la vida real es totalmente insignificante.

Lo mismo sucede con nosotros, los adultos, y nuestras frustraciones. A menudo la manera de liberarnos del sufrimiento que ocasiona tal o cual decepción o pérdida es saber contextualizar las cosas, salir del “arenero” y ver las cosas desde una perspectiva más amplia y clara.

Encontramos implícita tal idea en la lectura de esta semana, Ki Tisá1 .

La lectura comienza con la instrucción de Di-s a Moshé sobre la manera de realizar el censo del pueblo judío. El verbo que se emplea para referirse al acto de contar al pueblo judío es tisá, que implica también “elevar”. En otras palabras, se puede entender el versículo como diciendo también “cuando eleves las cabezas de los israelitas…”. Pero entonces, ¿por qué no utilizar un verbo que implica claramente “contar”, como por ejemplo tifkod, tispor o timné?

Los maestros jasídicos contestan la pregunta por medio de otra (“¿y por qué no?”): ¿por qué era necesario que Moshé, Aharón y los príncipes de las tribus realizaran el censo? ¿No hubiera sido más práctico delegar esa tarea a gente que no fuera tan importante y cuyo tiempo no era tan valioso?

La respuesta —formulada por medio de otra pregunta más— es fascinante: ¿cómo se hace para censar a las personas, si cada ser humano es único y radicalmente diferente de todos los demás?

Hay dos posibles respuestas: 1) si bien el contenido de cada persona es muy diferente, el continente, o sea el cuerpo, es bastante parecido. Cuando contamos gente, estamos contando nada más sus cuerpos, que son el común denominador visible y superficial. Nadie tiene más de un cuerpo y. por lo tanto, es una unidad contable; 2) si bien la vida y obra de cada persona es muy diferente, dichas diferencias son nada más circunstanciales. En cuanto a la esencia —el alma—, somos todos iguales. Podemos, pues, contar gente porque en lo que hace a su esencia, el alma, nadie tiene menos que nadie. Desde esa perspectiva, el alma viene a ser el denominador contable y la unidad de cálculo.

Si bien para realizar el censo desde la primera perspectiva no se requiere de ninguna capacidad especial —toda persona puede ver y contar un cuerpo—, para realizar el censo desde la perspectiva del alma sí hace falta una visión especial. Hace falta que Moshé mismo lo haga, no solo porque él, Aharón y los líderes de las tribus que lo acompañaban podían percibirlo, sino porque Moshé tenía la capacidad de lograr que cada uno de los censados lo percibiera también, por lo menos en el momento en que se encontraba en su presencia. “Levanta las cabezas de los israelitas”, ordenó Di-s a Moshé. “Al definirlos y contarlos desde tu perspectiva, lograrás que ellos mismos se perciban desde una perspectiva más elevada. Los ayudarás a entender que la vida no empieza y termina en la ‘caja de arena’ que ellos ven, y los motivarás a vivir en sintonía con esa perspectiva superior”.

Un buen ejemplo de cómo una perspectiva más elevada puede impactar en la vida diaria y el estado de ánimo es el derrotero del reconocido jasid Reb Mendel Futerfas. Reb Mendel había sido condenado a unos cuantos años de trabajo forzado en Siberia en la Rusia stalinista como “premio” por su desinteresada labor ayudando material y espiritualmente a personas que vivían en situaciones límite. Demás está decir que la vida en Siberia no era un picnic. Al poco tiempo de ser deportados allí, el espíritu de los individuos se veía literalmente aplastado. Por eso los reclusos no dejaban de sorprenderse al ver que Reb Mendel mantenía siempre en Siberia una actitud positiva a pesar de todo. “¿Cuál sería su secreto?” le preguntaban una y otra vez. “Es muy sencillo”, explicaba Reb Mendel. “Ustedes están deprimidos porque ven sus proyectos de vida frustrados. Están separados de sus familias, ya no lograrán ser profesores, industriales, comerciantes, gobernantes, etc. Mi plan de vida no se ve frustrado aquí en Siberia. Mi plan de vida es servir a Di-s, y esto lo puedo lograr en cualquier lugar que Di-s me pone, inclusive aquí en Siberia”.

Los que tuvimos el privilegio de estar en presencia del Rebe, que su mérito nos proteja, en un farbrénguen (reunión jasídica) o en un encuentro personal, recordamos bien esos momentos cuando uno sentía que el alma, su visión y su “programa” predominaban, y el cuerpo y el mundo material no eran nada más que instrumentos por medio de los cuales plasmar dicha visión y misión. El desafío era, y sigue siendo, seguir manteniendo viva esa claridad y tomar las decisiones que nos tocan en consonancia con ella.

Fue Elie Wiesel quien describió su encuentro con el Rebe como solo él sabía hacer: “Cuando uno se encuentra con un Premio Nobel de física no sale del encuentro con mayor capacidad intelectual. Cuando uno se encuentro con un virtuoso del violín no sale del encuentro con mayor habilidad musical. Cuando uno se encuentra con un hombre de fe, en cambio, sale con su propia fe fortalecida”.

Esa es la dinámica del vínculo entre Moshé —tanto el que nos sacó de Egipto hace 3332 años como los de cada generación que nos ayudan a salir de nuestros “Egiptos” personales— y cada integrante del pueblo: elevarlos a un nivel espiritual al que no pueden llegar solos, y motivarlos a seguir con fuerza propia.

Por todo eso, la herramienta de esta semana es la siguiente:

Hay que aprender a “levantar la cabeza, a alzar la vista” para poder ver que hay un contexto más grande e importante que el que ves en el momento. Desde esa perspectiva verás que no vale la pena angustiarte por las cosas que te molestan, y que vale la pena esforzarte por las cosas que hasta ahora quizás ignoraste. La manera de lograr levantar la vista personal es a través de sintonizarse con la visión de Moshé, Aharón y los príncipes de las tribus, o sea, de los verdaderos líderes espirituales de cada generación, sus enseñanzas y sus ejemplos personales.