Mientras subo al ómnibus me pregunto dónde debería sentarme. Hago un esfuerzo por interrumpir el proceso mental que estoy segura que seguirá, pero éste igual se abre paso. ¿Debería sentarme adelante o en la parte de atrás del ómnibus? ¿En el medio? Ahí por supuesto que no, sin duda alguna. Por lo general el terrorista trata de abrirse paso hasta la mitad del vehículo. Creo que la parte de atrás es probablemente la más segura. Me dirijo hacia el fondo del ómnibus.

Odio todo esto. Odio encontrarme pensando en este tema que me obliga a tratar de imaginar dónde tengo menos posibilidades de encontrar la muerte. Odio tener que pensar, durante unos pocos segundos, como si yo fuera un terrorista. Recorro el ómnibus con la mirada y evalúo dónde se podría causar mayor daño y entonces, me alejo de ese lugar.

Curiosamente, esto solo me sucede en los ómnibus. No me pasa en ningún otro lugar. Me siento bien en una muchedumbre, o más o menos. Voy a restaurantes. Voy a la ciudad. Voy a lugares considerados "peligrosos" por el gobierno. Y, aún así, le tengo miedo a los ómnibus.

Durante todo el trayecto voy mirando a mi alrededor. Quedo con la mirada fija en cada paquete, cada persona, cada parada de ómnibus. Me pregunto si todos los demás pasajeros sienten los mismos miedos, la misma ansiedad. Pienso en sus vidas, sus familias, sus empleos. Todo el mundo sigue con su rutina diaria, haciendo mandados, volviendo del trabajo. ¿Estarán todos asustados?

Me pregunto si podría reconocer a un terrorista si llegara a ver uno. ¿Me daría cuenta? ¿Llegaría a hacer algo?

Y es entonces que me inundan las dudas: ¿qué pasaría si llegara a sospechar de alguien? ¿Pondría el grito en el cielo para que todo el mundo lo supiera? ¿Esto serviría de algo? De ser cierto, sería demasiado tarde. El terrorista simplemente se volaría a sí mismo. No habría logrado nada. Si estuviera equivocada, desencadenaría una histeria total. Podría haber heridos. ¿Me quedaría en silencio? ¿Sería capaz de no decir nada?

Hubo ocasiones en que preferí bajar del ómnibus. Nerviosamente espero a que el ómnibus llegue a la parada siguiente y me bajo lo más rápido que puedo. Por suerte, siempre he estado equivocada. Pero no me siento mejor cuando me bajo del ómnibus. De haber estado en lo cierto, D-os no permita, sólo me habría salvado a mí misma. ¿Fui capaz de haber estado tan segura como para bajar del ómnibus, pero no compartir mis sospechas con los demás pasajeros? Estos pensamientos me agobian y me doy cuenta del daño que el terrorismo ha logrado llevar a cabo.

El problema no es que yo viva en un mundo en donde tengo que preguntarme en qué parte del ómnibus tengo más posibilidades de sobrevivir. El problema es que he permitido que esos animales hagan disminuir mi fe y mi convicción.

En teoría, soy la primera en decir que creo absoluta y completamente en Di-s. Creo que Él rige el mundo y creo que no hay nada que suceda porque sí. Creo que cada bala tiene su destinatario. Por lo menos en teoría.

Francamente lo dudo. Porque, si no fuera así, no tendría problema alguno en subir a un ómnibus. Podrás decirme que este sentimiento, más que de duda, es el instinto que todos tenemos al evitar las situaciones peligrosas. Pero por más que desee que sea así, no lo es y se podría seguir discutiendo.

No debería ir a lugares públicos. No debería vivir en Jerusalén. No debería vivir en Israel. Pero lo hago, y no tengo miedo, y creo y confío y tengo fe. Hasta que subo a un ómnibus.

Pero me obligo a seguir. Me obligo a seguir porque cada vez que no lo hago siento que el terrorista ha ganado. Quizás no ha podido lastimar mi cuerpo, pero ha herido mi mente, corazón y alma. No le puedo permitir esto. No le puedo dar la victoria a mi enemigo, quien busca destruirme.

Y así es que tomo asiento; y observo. Y rezo. Y espero que llegue el día en que mi fe y mi convicción sean más fuertes. Cuando pueda sentarme donde quiero, creyendo en mi mente y con mi corazón que D-os rige este mundo y que no hay nada que temer.