El día que nos comprometimos, fuimos a visitar a la abuela de mi futura esposa. Tenía 83 años. Con una sonrisa en su rostro y brillante mirada nos dijo: “Les deseo que la emoción y el amor que sienten el uno por el otro los acompañen por el resto de vuestras vidas”. En ese momento no pudimos llegar a apreciar la sabiduría que encerraban sus palabras. A medida que pasaron los años y que recorrimos juntos el camino de la vida esas palabras empezaron a tener cada vez más sentido.
La naturaleza humana es tal que, cuando estamos tratando de relacionarnos con el propósito de casarnos, nos concentramos en los puntos fuertes que posee la pareja potencial. Surge una química emocional y se desarrolla una atracción. Todo lo que él/ella dice es fantástico. Si me interrumpe, es porque me quiere tanto y me quiere contar mucho sobre sí mismo. Si ella es desordenada, es porque concentra toda su energía en nuestra relación. Si él llega tarde, es porque paró en su camino a casa para comprarme un regalo.
A medida que pasa el tiempo, las debilidades de la pareja (que siempre estuvieron allí) empiezan a molestarnos. Las interrupciones son de mala educación. El desorden es intolerable y no podemos aceptar el retraso. Llegamos a verlo/la menos atractivo/a que cuando nos conocimos y nos preguntamos porqué desapareció la chispa y la emoción.
A la persona común la idea del amor y las relaciones le llega a través de películas y canciones. La imagen de la relación perfecta y de la persona impecable es un sueño no cumplido que alguno de nosotros espera se haga realidad, sin querer trabajar para obtenerlo.
Una de las razones de la antigua costumbre judía según la cual el rostro de la novia permanece cubierto durante la ceremonia de matrimonio, es para simbolizar el compromiso total de uno con el otro, también la aceptación de aquellas facetas del carácter de nuestro cónyuge que ahora están ocultas, pero que se revelarán más adelante.
Hay un solo secreto para llegar a una relación duradera, exitosa y feliz: el poder de la aceptación. La aceptación no significa estar de acuerdo con la conducta o las carencias de la otra persona; simplemente significa aceptarla así como es, sin tratar de cambiarla a lo largo de toda una vida, así como nos aceptamos a nosotros mismos, con nuestros defectos. Una vez que aceptamos a la otra persona por lo que él o ella es, más que por lo que querríamos que fuera, podríamos usar la energía que empleamos hasta ahora en la crítica para construir y alimentar la relación.
Esto no es menos verdadero en la relación padres-hijos. Algunos padres no pueden aceptar a sus hijos como son. En su comunicación con sus hijos ellos transmiten un mensaje directo o indirecto. “¿Por qué no eres como... (es decir, como lo que yo pienso que debe ser un niño bueno)?” Esto hace que surja una brecha entre padres e hijos. Cuando realmente aceptamos a nuestros hijos así como son, y como no son, alcanzaremos a tener con ellos una nueva forma de relacionarnos que nunca experimentamos antes.
Probalo, ¡funciona!
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