Hace muchos años comenzó la primera luz de Janucá los judíos vivían en la tierra de Israel. En aquella época no tenían rey, pues su soberano era Di-s, el Rey de reyes.

Desgraciadamente, muchos judíos fueron abandonando el servicio a Di-s, y pronto se encontraron sumidos en la servidumbre a un rey humano, que de humano no tenía nada. Era un tirano cruel, sumamente cruel.

Se llamaba Antíoco, y reinaba en el vecino territorio de Siria. Tan poderoso era, que nadie poseía la suficiente fuerza como para impedir que hiciera las mayores perversidades.

Antíoco dispuso que todos los judíos adoraran ídolos, obligándolos por la fuerza a cumplir los rituales paganos. Envió funcionarios y soldados que implantaron el terror en toda la tierra de Israel, a fin de imponer las leyes y costumbres de su país natal.

Prohibieron a los judíos que adoraran a Di-s tal como Él lo había establecido y les negaron el derecho de observar Sus más sagradas costumbres y leyes. El Santo Templo de Jerusalén fue profanado y despojado de sus hermosos vasos sagrados de oro. Muchos de los valiosos elementos sagrados de culto que allí se utilizaban fueron robados. Cualquiera que osara desobedecer al tirano era ejecutado de inmediato y sin reparos.

Siguieron tiempos de terror y persecución y la situación se hacía insostenible. Fue entonces cuando los judíos comprendieron que eran sus propios pecados los que les habían acarreado tal infortunio.

Pero el daño no era irreparable. Ya habían tenido oportunidad de aprender, con el correr de los siglos, que su bondadoso Di-s recibe con amor a quienes retornan a Él con sinceridad. Por eso comenzaron por enmendar su conducta, y resolvieron morir antes que renunciar a su fe.

Hasta los niños —como tú —hacían frente al peligro animosamente, con coraje, y mostraban su desdén por la vida de lujos vanos y carentes de sentido de los paganos.

Entonces dijo Di-s: ¡Mis hijos ya han sufrido bastante: los salvaré!.

Fue un anciano —prosiguió la titilante lucecilla —de cuerpo débil pero de espíritu gigantesco, quien enarboló la bandera de la rebelión contra el poderoso rey Antíoco. Se llamaba Matitiahu HaJashmonaí.

En la pequeña y pacífica aldea de Modiín vivía Matitiahu con sus cinco hijos. Cuando un funcionario del rey llegó acompañado con una compañía de soldados a fin de obligar a los judíos de la aldea a adorar ídolos, el anciano Matitiahu arrebató la espada del funcionario y lo mató. Luego instó a sus hijos y hermanos a imitar su ejemplo y todos se lanzaron sobre los vándalos matando a la mayoría de ellos. Los restantes, despavoridos, huyeron a informar al rey.

El viejo Matitiahu con sus fieles amigos, conscientes de que la venganza de Antíoco sería inminente, se retiraron a las montañas. De allí, envió un mensaje a sus hermanos:

'¡Seguidme, fieles a Di-s!' Y el número de hombres dispuestos a ofrendar sus vidas por la fe crecía día a día.

Un día, Matitiahu reunió a sus amigos y les dijo: 'Siento que se aproxima mi último instante. Quiero que mi hijo Iehudá os conduzca a la victoria contra los enemigos de Di-s. Aunque estéis en gran desventaja numérica, no desesperéis. Depositad vuestra fe en Di-s. ¡Recordad a nuestro padre Abraham, quien prefirió ser arrojado al fuego antes que ser infiel a Di-s! ¡Recordad también a Pinjás, el nieto de Aarón, quien arriesgó su vida por la santificación del Nombre de Di-s! ¡Recordad al Rey David, quien enfrentó a Goliat intrépidamente, confiando en Di-s! ¡Recordad a Elías, quien se mantuvo solo contra los falsos profetas venciéndolos! Aquél que ayudó a éstos en su momento de peligro os responderá a vosotros ahora. No temáis, mas depositad vuestra fe en Di-s. Que Di-s os bendiga y os guarde'.

Poco tiempo después Matitiahu expiraba sumiendo en la tristeza a todos los que habían desarrollado un profundo sentimiento de amor hacia él. Desde ese momento proclamaron a Iehudá Makabi como su jefe militar y guía espiritual. Entre otras cosas éste se había propuesto mantener en alto la reputación de su familia de sacerdotes.

La luminaria de Janucá hizo una pausa. El aceite se había consumido, pero la llamita luchaba tenazmente, casi con desesperación, por seguir ardiendo. Ha llegado mi hora de despedirme dijo Trata de venir a vernos otra vez mañana. ¡Feliz Janucá!