El coche se veía magnífico. Me quedé parado admirando nuestra obra en medio de los copos de nieve que caían suavemente, debo admitir que era la mejor Menorá móvil que había visto en mi vida.

El Bonneville del '78, con la enorme Menorá de madera encima definitivamente llamaría la atención de la gente —y esa era nuestra meta.

Planeábamos visitar los centros comerciales y hogares de ancianos —y dondequiera que pudiéramos difundir la alegría y el mensaje de Janucá.

Éramos siete u ocho apretados en el pequeño auto; el portaequipaje estaba lleno de menorot de latón y velas de colores que esperábamos distribuir. Mientras que los muchachos más expertos en temas tecnológicos discutían las propiedades del aparato electrónico que accionaba las luces de nuestra Menorá eléctrica (¿Qué es un alternador?). Yo miré fijamente hacia afuera la oscura noche cerrada de invierno.

Llegamos a nuestro destino, un enorme complejo residencial en Brooklyn, cercano a nuestra Ieshivá.

En los años 70 se habían abierto las compuertas de Rusia, y el Trump Village era el destino elegido por miles de inmigrantes recién llegados.

A menudo ancianos, estos enérgicos judíos llevaban décadas sobreviviendo el yugo comunista con su identidad judía intacta; no obstante, sabían muy poco sobre los detalles de la Torá y las mitzvot, y nosotros teníamos la esperanza de hacer surgir esta chispa oculta.

Lo vi sentado ahí. Era un hombre mayor de unos setenta o setenta y cinco años de edad, sentado en uno de ésos bancos tan conocidos de New York. La base era de concreto y el asiento era de madera pintado de verde, frente al banco había una mesa de ajedrez de concreto. Él estaba sentado mirando a los coches pasar en esa gélida noche.

"¡A freilajn Janucá! ¿Quiere encender la Menorá? "Le pregunté, esperando que me ayudara a lograr mi meta personal de diez personas que esperaba inspirar esa noche.

"Retírese por favor" contestó en idish. "No estoy interesado" dijo, quizás un poco más suave.

Intenté convencerlo. Le expliqué la historia de Janucá, incluso le rogué un poco, pero él continuo firme en su decisión. "No, gracias. Ahora por favor déjeme tranquilo, buenas noches".

Viendo que perdía la oportunidad, pero no absolutamente dispuesto a tirar la toalla totalmente, tomé la Menorá de lata, la puse sobre la mesa de ajedrez, inserte cuatro velas coloridas en las pequeñas ranuras que parecen haber sido diseñados para velas mucho más delgadas que las mías, las encendí, y le dije al anciano: "Aquí está la Menorá. Si la desea, es suya —sino, no".

El hombre no dijo nada y yo me fui.

Continuamos nuestro recorrido por el complejo, y agradecimos a Di-s por haber sido extremadamente exitosos esa noche.

Se hizo tarde y era hora de ir a casa.

Mi mente volvía siempre al anciano judío ruso sentado solo en ese banco.

"Vayamos a donde vimos al anciano". Sentía curiosidad. Quería saber qué había hecho con la Menorá ¿la había tirado, o la dejo abandonada sobre la mesa?

Hay imágenes que se le adhieren a uno. Acontecimientos que dejan una impresión indeleble en la psique, incluso treinta años más tarde uno puede verlos claramente.

Este es uno de ellos.

Veo al anciano sentado en el banco. Sus ojos llenos de lágrimas, fluyendo abundantes por sus mejillas.

Las velas siguen apenas encendidas y él está mirándolas fijamente. Mirando y llorando. Las llamas flamean y un alma se enciende.

No sé dónde está, ni siquiera se su nombre. Sin embargo, se que esa noche tuve el privilegio de ver algo maravilloso.