Hace unas semanas atrás, mi hija de seis años hizo algo que enojó terriblemente a una de mis colegas profesionales. Al mismo tiempo, hizo que su padre se sintiera inmensamente orgulloso.
Sucedió cuando la llevé conmigo a presenciar la grabación de un programa de televisión. Mientras yo contestaba a algunas preguntas, mi hija conversaba con la productora asociada del programa, una brillante y capaz veterana de TV, que conozco desde hace una década. Esta mujer parecía estar especialmente encantada con Sara. Cuando concluyó mi entrevista, noté que mi hija había recibido un hermoso y gran chocolate. "¡Papi, mira lo que Cindy me ha dado!" dijo mi hija. "Aún no lo he abierto porque quizás no es Kosher. ¿Puedes revisarlo y confirmarme si está bien?"
Nuestros hijos vivieron toda su vida en una casa donde se ha cuidado el Kashrut, y saben que los productos desconocidos deben ser revisados para reconocer algún sello que certifique que todos los ingredientes estén de acuerdo con la ley de la dieta judía.
"Lo siento, Sara" dije, devolviéndole el chocolate. "No encuentro ninguna señal de Kashrut"
Mi pequeña hija pareció abatida por un instante, pero rápidamente se recuperó y con convicción devolvió el chocolate a la dama y con una tímida sonrisa dijo: "Muchas gracias. Lo siento, no puedo comerlo"
El episodio debió haber concluido allí, excepto que Cindy sintió que debía abrir una discusión. "¡No puedo creer lo que vi!" explotó, acusándome a mí y por ende a mi esposa, de destruir el sentido de la alegría y espontaneidad de Sara, alentando una conducta compulsiva y contaminando a nuestra hija con ideas terribles y supersticiosas. Ella sostenía que era "aterrador" que la niña haya renunciado a una golosina, que obviamente deseaba, "como un zombie, seguidor de David Koresh"
Y lo peor de todo -creía Cindy- este énfasis autoritario en las minucias del Kashrut, destruirá la habilidad para tomar decisiones de mi hija, que crecerá sintiéndose diferente de los demás niños.
Me costaría creer que Cindy hubiese reaccionado del mismo modo emocional si Sara hubiese renunciado a su chocolate por alguna otra razón -porque engorda, o tiene mucho colesterol, por ejemplo-. Fue precisamente la base religiosa, la que le pareció tan irracional y peligrosa.
Éste es uno de los aspectos de la llamada "guerra cultural", que es raramente distinguido: los creyentes tradicionales son apaleados porque se considera que hacen caso omiso del mundo secular, y los secularistas' se espantan por lo que ellos perciben como rituales y restricciones sin sentido de la religión. El hecho de trazar diferencias -que representa un foco tan importante en la tradición judía- parece arbitrario y amenazante para muchas personas no religiosas.
Creo con todo mi corazón que el entrenamiento en la infancia de mi hija, haciendo semejantes distinciones, le será de mucha utilidad cuando crezca. Me parece maravilloso -no una distorsión neurótica- que una pequeña niña sea capaz de sacrificar de buena gana, el dulce sabor de un caramelo por el amor a un conjunto de normas.
No puedo pensar en un obsequio más valioso para dar a mis hijos que el de equiparlos para que puedan resistir la presión de sus pares y luchar contra el todopoderoso instinto adolescente que impulsa a hacer lo que lo demás hacen. La persona que analiza cada trozo de comida que consume, aprenderá a evaluar otros importantes aspectos de conducta con un cuidado similar.
Estoy orgulloso de mi hija Sara. Existe un vocablo casi en desuso que se puede aplicar al rasgo que ella desarrolló. Se acostumbraba a llamar "carácter".
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