Sean santos, porque Yo, su Dios, soy santo.
(Levítico 19:2)
«Sé santo»: santifícate incluso en lo que está permitido. — Talmud, Yevamot 20b
Lo primero que escuchamos del Rebe (Rabí Shneur Zalman de Liadi) al llegar a Liozna fue:
«Lo prohibido, no se debe hacer; y lo permitido, no es necesario».
Durante tres o cuatro años trabajamos con este enfoque, hasta que se convirtió en parte de nuestras vidas. Solo entonces nos recibía en una audiencia privada (iejidut) con el Rebe, para preguntarle sobre nuestros caminos individuales en el servicio al Todopoderoso.
— Rabino Mordejai de Horodok
En una de esas primeras reuniones jasídicas —los famosos farbrenguens— que se hacían en los comienzos del jasidismo de Jabad, Reb Shmuel Munkes andaba con toda la chispa. Bailaba entre los presentes, servía vodka a diestra y siniestra, y también repartía los platitos con algo para picar, como corresponde después de cada lejaim.
Entre los manjares que habían llegado de Reb Nosson, el shojet (el matarife kasher del pueblo), había uno que se llevaba todos los aplausos: un pulmón asado, sabroso y tentador como pocos. Pero por alguna razón, Reb Shmuel no lo quería soltar. Iba y venía, sonriendo, ofreciendo traguitos y comida... pero siempre con el bowl de pulmón bien sujeto bajo el brazo, esquivando a cualquiera que intentara agarrarlo.
Al rato, los jasidim se cansaron del jueguito. Ya no era divertido: ¡querían probar el pulmón de una vez! Empezaron a pedirle con más insistencia que lo largara, pero él seguía como si nada, girando y bailando, con el bowl aferrado como si fuera un tesoro.
Hasta que algunos de los más jóvenes se levantaron decididos a terminar con la broma. Lo rodearon y lo acorralaron. Parecía que por fin iban a ganar... pero justo antes de que lo alcanzaran, Reb Shmuel hizo un último giro, un salto medio teatral y... ¡tiró el pulmón asado directo a la basura! Después se puso a bailar como si nada.
Los jóvenes quedaron helados. Lo miraban con una mezcla de bronca e incredulidad. ¿Tirar semejante delicia así nomás? Enseguida decidieron que eso no podía quedar impune. Lo sentaron sobre la mesa y, sin oponer resistencia, Reb Shmuel se dejó dar unos cuantos correctivos, como buen jasid que acepta lo que venga con alegría. Después se levantó y salió a buscar algo para reemplazar lo que había tirado. Pero ya era tarde, y lo único que consiguió fue un plato de repollo encurtido que le ofreció uno de los vecinos de Liozna.
Cuando volvió y puso el repollo sobre la mesa, las caras se les transformaron. Después de haber estado a punto de comer pulmón asado, mirar ese plato agrio era un golpe bajo. Pero justo en ese momento se armó revuelo en el pasillo. El carnicero del pueblo apareció corriendo, agitado y pálido como una sábana.
“¡Judíos! ¡No coman ese pulmón!”, gritó. “¡Hubo un error gravísimo!”
Resulta que él había salido del pueblo, y su esposa —sin saber— le dio a la mujer del shojet un pulmón que no era kasher para que lo cocinara para el farbrenguen. ¡Una confusión fatal!
Ahora, los que estaban enojados eran los jasidim más grandes. ¿Cómo podía ser que Reb Shmuel hubiera hecho eso? ¿Quién se creía que era? ¿Un profeta? ¿Un Rebe? ¿Con qué derecho había actuado así, sin consultar? Y, como antes, lo sentaron sobre la mesa para una segunda ronda de "correcciones fraternales".
Después de recibirlas con la misma calma que antes, Reb Shmuel se acomodó la ropa y dijo:
“Di-s me libre de decir que sabía algo del pulmón. No tenía información secreta ni nada por el estilo. Pero cuando tuve mi primera audiencia privada con el Rebe, decidí que nunca iba a dejar que un deseo material me domine. Así que me entrené para no dejarme llevar por lo físico.”
“Cuando apareció ese plato de pulmón asado, sentí que se me despertaban las ganas con mucha fuerza. Y vi que a varios de ustedes les pasaba lo mismo. Pensé: ¿Cómo puede ser que algo tan simple como un trozo de carne nos despierte tanta ansiedad? Ahí me di cuenta de que había algo que no cerraba.”
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