¿Quién es verdaderamente santo? ¿El místico que se aísla en las montañas? ¿El monje en su monasterio? ¿El gurú que atiende desde su garaje? ¿O quizás la mujer de la bola de cristal o el yogui que pasa horas meditando?
Hoy en día, mucha gente se ha enamorado de la espiritualidad, el misticismo y la Cábala. Y está muy bien. Yo mismo he dictado varios cursos sobre Cábala. El judaísmo es, sin duda, una tradición profundamente espiritual, y su dimensión mística nos permite entender con mayor profundidad nuestra fe y sus prácticas. Pero entonces, ¿cómo define el judaísmo lo que es ser “santo”? ¿Hace falta ser un místico para alcanzar la santidad?
La parashá Kedoshim (Levítico 19–20) comienza con el mandato: “Sean santos”. A partir de ahí, el texto enumera una larga lista de leyes que abarcan tanto aspectos religiosos como éticos: respetar a los padres y a los mayores, ayudar a los necesitados, actuar con honestidad en los negocios, observar el Shabat, no involucrarse en prácticas ocultistas, amar al prójimo, no vengarse, respetar los límites en las relaciones, entre otras normas que no siempre asociaríamos con lo “espiritual”.
Esto nos demuestra que, si bien el judaísmo valora profundamente la espiritualidad, el camino hacia la santidad no es algo etéreo ni inalcanzable. Es, por el contrario, bien práctico y cotidiano. La santidad se manifiesta en nuestras decisiones diarias, en cómo actuamos, en lo que elegimos hacer o evitar. El autocontrol, la honestidad, la decencia y la disciplina son las verdaderas llaves de la santidad. No se trata de túnicas largas, mantras ni inciensos. Se trata de ser una persona íntegra, de tener dominio propio y comportarse como corresponde. Eso, más que cualquier experiencia mística, es santidad.
Al fin y al cabo, la Torá nos enseña que nuestros valores no deben definirse por lo que hace “todo el mundo”.Ya sean los egipcios y cananeos de antaño o los hedonistas de hoy, el mensaje es el mismo. La santidad implica distinción. Un judío debe marchar a un ritmo diferente. No importa lo que haga el resto del mundo. Somos un pueblo distinto.
Nuestra diferencia se expresa de muchas maneras. En esta misma parashá, la que nos recuerda guardar el Shabat, también se nos exige tener balanzas justas, no mentir, pagar a tiempo a quienes trabajan con nosotros, y evitar el chisme.
La misma sección que proclama con fuerza: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, también nos pone límites claros: no todo vínculo afectivo está permitido, ni con tu cuñada, tu madrastra, la esposa de otro, ni con alguien del mismo sexo.
Sí, creo sinceramente que hay algo profundamente santo en una pareja joven que decide esperar con paciencia hasta su jupá para expresar su amor. Eso habla de carácter, dignidad, y —sin duda— ellos mismos confirmarán que valió la pena. También considero sagrado el esfuerzo de aquellas parejas casadas que, a pesar de las dificultades, luchan por mantener su matrimonio y su familia. Ese compromiso, ese trabajo silencioso y perseverante, también es divino.
Por supuesto, no subestimo a los hombres piadosos que hacen milagros. Creo en ellos. Pero antes de salir corriendo en busca de sanadores, pulseras rojas o agua bendita, tal vez convendría primero volver a lo básico del judaísmo. Vivamos con integridad, respeto, honestidad, dignidad y disciplina. Si lo hacemos, eso nos hará santos.
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