Tenía 36 años cuando fui llamado por primera vez a la Torá para leer una Alia.Fue en un Beit Jabad en Milwaukee, Wisconsin, yo era un extraño para todo el grupo que regularmente asistía al servicio salvo para Rabí Yosef Samuels quien había sido el que me había invitado. Un corto tramo separaba mi asiento de la bimá (mesa de lectura de la Torá). Pero esta corta distancia bastó para crearme la ansiedad de no saber como seria estar allí arriba.
Recordé la sinagoga, a la cual asistía cuando era aun un muchacho, a la cual no iba muy frecuentemente, donde el Aron Hakodesh ( lugar donde se encuentra la Torá guardada), estaba frente a una larga y desolada habitación, en donde la gente más pudiente era la única que era llamada a recitar las bendiciones previas la lectura de la Torá. En mi juventud el judaísmo era sinónimo de formalidad y distancia y la ceremonia era algo vacío de significado y fundamento. La Torá en mi juventud era algo apartado de la vida cotidiana y de la familia. Nunca en mis 36 años de vida había visto los rollos de la Torá por dentro.
En verdad no esperaba que ese Shabat por la mañana fuese llamado a la Torá en el Beit Jabad. Me aproximé, vacilante, hacía el grupo de hombres que rodeaban la mesa de lectura. Solo podía ver sus espaldas cubiertas de blanco, rodeadas por los Talitot, (mantos para rezar). Esperaba ver rostros serios espiando a través del talit. Pero cuando me acerqué, la escena resulto ser completamente diferente a lo que imaginaba. Todos me miraron y con una cálida sonrisa me saludaron. Uno de ellos, con quien había cruzado solo algunas palabras antes del rezo, me brindó un amable saludo, chocando su hombro con el mío. Los otros hombres conversaban mientras esperaban que el Baal Koré (quien se encarga de leer la Torá) encontrara su ubicación. Me explicaron que debía tocar la Torá con mi talit y luego besar aquella porción de tela que había tomado contacto con los Rollos sagrados. Leí con dificultad la traducción de las bendiciones y luego me quede parado mientras era leída la Perashá (porción semanal de la Torá). Recité la segunda bendición y luego fui amablemente invitado a moverme de mi lugar para que se pudiese decir un Mishebeiraj (bendición) en mi honor. El hombre que había conocido minutos antes puso su brazo alrededor mío y me dio un cálido saludo como símbolo de respeto por haber tenido el honor de participar en la lectura de la Torá, mientras esperábamos para continuar con la próxima lectura.
Se respiraba una atmósfera de calidez e intimidad con la Torá lo cual me dejo extremadamente sorprendido.
En los meses y años que siguieron, comprendí cuan cerca podemos estar de la Torá, cuan cerca se encuentran, tanto los Lubavitchers, como yo en mi vida privada. Atravesé por diferentes etapas en mi judaísmo, experimentando momentos de veneración hacia la Torá y momentos en los que me sentía tan cercano y familiarizado que casi bordeaba la irreverencia. ¡Quién se hubiese imaginado alguna vez bailando y abrazando tambaleante los Rollos Sagrados en Simjat Torá!
Cuanto más cerca me sentía de la Torá, más cerca ella se encontraba de mí. Cuando comencé a estudiar pude descubrir la importancia que tenía la Torá en cada área de mi vida. Mientras estudiaba los conceptos profundos a través de las enseñanzas jasídicas, descubrí que podía utilizar estos conceptos como guía en cualquier circunstancia de mi vida. Sin importar mi humor o mis puntos de vista, podía acercarme a estas enseñanzas, y siempre había una respuesta aguardándome. Aún en tiempos de bronca y rebeldía, la Torá lograba mostrarme el rumbo. En tiempos de tristeza y depresión encontraba aliento y esperanza. En tiempos de alegría y celebración podía hallar palabras de agradecimiento y alabanza a Quien provee de todo bien. No había un solo lugar a donde la Torá no se hubiese podido filtrar. Lentamente logró introducirse en todos los ámbitos de mi vida, mi carrera, la relación con mis hijos y con mis padres y mi matrimonio. La primera vez que tuve contacto con la Torá sentí como si estuviese encontrándome con un familiar a quien hacía mucho no veía, de quien conocía su existencia pero a quien nunca había visto. Con el paso de los años descubrí que la Torá siempre había existido en mi interior. Se había grabado profundamente en mi vida. La Torá se convirtió en la esencia de mi persona y en las cuerdas que formaban mi alma.
Hoy en día cuando me apuro en la Sinagoga para besar la Torá, lo hago con mucho más afecto y familiaridad. Cuando, en Simját Torá bailamos alrededor de los Rollo Sagrados, mis inhibiciones y emociones ya no están censuradas, producto de los previos lejaims; puedo cerrar los ojos y abrazar la Torá , haciendo círculos alrededor de ella, disfrutando de la cercanía física con el suave terciopelo que la recubre y las palabras Santas que se encuentran dentro de ellos.
Sin perder el respeto que la Torá merece como maestra y guía, ella a pasado a ser una compañera muy familiar. Hoy en día sigo maravillándome, reflexionando como es que la creación más Santa de Di-s permite ser abrazada
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