La semana pasada leímos cómo Abraham recibió de Di-s la orden de marcharse. “Lej lejá: Deja tu tierra, el lugar donde naciste, la casa de tu padre, ve a la tierra que yo te mostraré”. Di-s le dijo que abandonara sus conocidas zonas de confort y que viajara hacia un destino desconocido. Más adelante, se lo conocería como la Tierra de Israel, y a Abraham, como la persona a quien le fue prometida. En ese momento, sin embargo, es probable que Abraham no tuviera idea de hacia dónde se dirigía. Pero las órdenes son órdenes, así que partió con fe.
Al final, la gran travesía de Abraham sería la respuesta a su llamado a ser el padre del monoteísmo. Se enfrentó al mundo pagano del momento y tuvo más éxito del que podría haber soñado. De hecho, creo que no valoramos lo suficiente a nuestros héroes bíblicos. No logramos apreciar la enormidad de la contribución de Abraham a la civilización. ¡Lo que hizo fue nada menos que cambiar él solo la mentalidad de todo el mundo! Creer en un solo Creador invisible fue un shock cultural para quienes en ese entonces veneraban a varios ídolos. Este logro hizo de Abraham no sólo el padre fundador del pueblo judío, sino también el padre de todas las religiones monoteístas del mundo. No hay dudas de por qué una investigación reciente sobre “Las 100 personas más influyentes” de la historia lo ubicó a Abraham en uno de los primeros puestos, incluso muy por encima de Madonna, Britney y los dos Bills (Clinton y Gates).
Según nuestros sabios, este viaje hacia lo desconocido fue la primera de diez pruebas de fe que el Todopoderoso le presentó a Abraham. La última prueba, sobre la que leímos en Rosh Hashaná y también en la parashá de esta semana, se considera la prueba suprema. La akeidá, la atadura de Itzjak, el casi sacrificio del hijo que había esperado un siglo para tener, tiene mucho más lugar en la Torá, en nuestros rezos y en los escritos.
¿Por qué es así? La primera prueba de lej lejá tuvo un impacto universal, mientras que la atadura de Itzjak fue sólo algo entre un padre, su hijo y Di-s. En un lugar perdido en la cima de una montaña, muy lejos de la mirada de la gente, tuvo lugar un drama personal. El viaje de Abraham, por otro lado, tuvo una audiencia casi mundial. Seguro, esta prueba universal debería ser considerada mucho más importante que la prueba personal de un padre y su hijo.
La respuesta es que antes de poder emprender una misión universal para la humanidad, debemos primero entender nuestra relación personal con Di-s. O, para ponerlo de una manera más simple, antes de cambiar el mundo debes saber quién eres. Si no te conoces, si no reconoces tu propia misión espiritual, ¿cómo puedes aspirar a influenciar a toda la sociedad?
Los sabios enseñan: “Perfecciónate a ti mismo antes de pretender perfeccionar a otros”. Por supuesto, esto no quiere decir que no deberíamos intentar enseñar nada otros hasta ser perfectos. (¿Quién es perfecto?). Lo que sugiere es que si esperamos tener un impacto en otros, nuestro llamado debe resonar auténtico y genuino. ¿Cómo podemos causar una impresión en otros si no somos nosotros mismos individuos creíbles? Un buen vendedor cree en su producto (incluso si tuvo que convencerse de ello…).
El legendario Hilel nos dice, en la Ética de los padres: “No juzgues al prójimo hasta que hayas estado en su lugar (makom)”, y una interesante interpretación alternativa entiende que quiere decir que para juzgar a una persona con precisión, uno primero debería establecer qué tipo de reputación tiene en su propio makom, en su propia ciudad y en su casa. ¿No hay algo de verdad en el chiste de Jackie Mason sobre el marido judío que pisa fuerte por toda la ciudad pero que, no bien entra por la puerta de su casa se convierte en un shlemiel sumiso?.
Hace varios años descubrí una frase que tuvo un enorme impacto en mí: “Cada rabino tiene un único sermón: la forma en la que vive su vida”. Es algo muy cierto. Podemos dar consejos desde hoy hasta el próximo Iom Kipur, pero si no “pasamos a los hechos” y vivimos el juego que afirmamos jugar, no vamos a conmover a nuestra audiencia. Los oradores más elocuentes no logran impresionar si quienes los escuchan saben que su mensaje es falso y no está respaldado por un genuino compromiso personal.
Entonces, mientras la historia del viaje de Abraham y su misión universal aparece en la Torá y sucede en la historia antes que la prueba final, en esencia la akeidá es suprema. No sólo porque fue la más difícil, sino también porque nuestro compromiso personal y nuestra integridad siempre son lo que conforma la base moral de nuestra misión en el mundo. En definitiva, eso es lo único que valida a la persona y a su mensaje. Y ese es el test ácido para todos nosotros.
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