“En el parque, vas a ser una abuela”, me dijo una tía lejana cuando se enteró de que yo estaba embarazada de nuevo. “Ah… ¿fue un accidente?”, me preguntó una vecina mientras miraba tristemente el piso. Ellas no sabían. No sabían nada de los tres abortos espontáneos consecutivos, de las listas y más listas de medicinas para la fertilidad, que había tomado; de las ecografías que decían no, hasta que llegó aquella que dijo sí a las seis semanas, a las ocho semanas. A los tres meses, también. No sabían que me había enterado de que estaba embarazada dos días antes de Iom Kipur y que por primera vez fue un ayuno fácil que pasó volando. En mi mente, había una correlación directa entre un buen ayuno y un embarazo exitoso.
Ellas no sabían que si era una nena, le iba a poner el nombre de mi mamá, que había fallecido apenas dos años antes. El dolor todavía era muy fuerte, muy crudo. Cuando falleció mi mamá, busqué en todas partes señales de que ella estaba bien, de que todavía pensaba en mí; no me volví loca por lo que había pasado o no había pasado antes de que ella falleciera.
Entonces, llegó este embarazo y empecé a ver la mano de mi mamá en todo lo que ocurría. De repente, un globo rosa entró volando al auto y ahí supe no solo que iba a tener una nena, sino que además esa era una señal, porque el rosa era el color favorito de mi mamá. El monedero que había dejado ella en mi casa y que yo no lograba encontrar por ninguna parte de pronto apareció de la nada, y yo pensé que ella me estaba custodiando. Y que también estaba custodiando a la beba. Todo iba a estar bien.
“Todo iba a estar bien”, eso era lo que los médicos esperaban, pero no lo que decían. Ellos me dijeron que a mi edad había muchas probabilidades de que las cosas no salieran bien. Me dijeron que podía sufrir hemorragias por ser la sexta cesárea, que me podía morir. En la ecografía, encontraron algo y entonces hicieron otra amniocentesis; aparentemente, había un problema con el corazón del bebé. Pero la noche anterior a ese estudio, yo había soñado por primera vez con mi mamá. Ella se estaba riendo con una risa tan linda, tan fresca, que yo les dije a los médicos que todo iba a estar bien. Mi mamá estaba protegiendo a la nieta que jamás iba a conocer.
En una familia de ojos marrones y cabello castaño, tres semanas antes de tiempo, nació mi beba pelirroja con ojos azules sin ninguna complicación. La beba pesa menos de lo que al pediatra le gustaría. Me dicen que la sostenga piel con piel para que le suba la temperatura. La beba está un poco fría, pero fuera de eso, es sana. En el chequeo de las dos semanas, la beba, que se llama como mi mamá, ya no cabe dentro de los pañales de recién nacido. No tiene los labios ni los ojos de mi mamá, como yo esperaba, pero cuando veo sus dedos largos y delicados, veo que son las manos de mi mamá. Cuando ella era joven y feliz, antes de que la debilitara la artritis, siempre había querido ser bailarina de ballet. Mi hija tiene pies delgados, pies de bailarina. Esta beba salva la brecha entre lo que fue y lo que todavía puede llegar a ser. Está aprendiendo a sonreír. Y con cada sonrisa, me olvido de las noches sin dormir y del interminable ir y venir con la beba llorando en los brazos para calmarla. El jefe más exigente que alguna vez voy a tener hace que se me derrita el corazón. En la casa, no logro hacer nada. Los viajes se posponen una y otra vez. La culpa se vuelve una realidad. Entonces, todos los ven durmiendo. Durante unos minutos, todo tiene sentido y está todo bien.
“Sin lugar a dudas, vas a ser una abuela en el parque”, dice otra vez la tía, y yo no puedo evitar sonreír. ¡Ojalá! Me esforcé mucho para que así sea.
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