Como especialista en patologías relacionadas al discurso y al lenguaje, en cierta ocasión me asignaron a una nena llamada Lea* que asistía a un jardín para chicos con dificultades en el lenguaje. Con sus trenzas de color negro azabache, sus hoyuelos, sus cachetes redondos y su sonrisa pícara se ganó mi corazón desde el primer momento. Era absolutamente adorable.

La pequeña se dedicaba a iniciar las políticas de preescolar mientras resolvía disputas que surgían en los recreos, haciendo uso de sus habilidades pragmáticas que claramente eran superiores a las de sus compañeros. Sin mucha tolerancia al error, solía cantar las canciones diarias con rigurosidad, ojos saltones y cabeza erguida hasta quedar ronca.

Cierta vez, el día después del casamiento de su hermana mayor, se paró en la esquina del aula con un aire de enojo y sintiéndose profundamente insultada. ¿Por qué? “porque nadie me deseo mazal tov”, contesto con tristeza.

A pesar de su encanto, la pequeña Lea de solo cinco años ya mostraba severos problemas de desarrollo.

Desesperada por llamar la atención , solía revolcarse en el piso, abrazar a las maestras incansablemente y pegarle a sus compañeros creyendo que solamente los estaba acariciando. Presionaba los crayones contra las hojas con una fuerza desmedida y, por ende, se ganó el título de “la alumna más agresiva del grado”, sin que esta fuera su intención.

A esto se le sumaban los trastornos alimenticios. Lea estaba obsesionada con la comida. Mientras sus compañeros saboreaban cada bocado que ingerían de sus sándwiches masticando con delicadeza, Lea devoraba su porción en menos de un minuto y, acto seguido, comenzaba a revolver su mochila – y la de sus compañeros – en busca de más tesoros gastronómicos.

En mis sesiones de terapia, suelo dar pequeños snacks como refuerzo por un ejercicio en particular. Lea – quien claramente estaba bien alimentada – solía entrar a mi consultorio con ojos brillantes y ansiosos y se dirigía rápidamente hacia el rincón de las golosinas e intentaba agarrar algunas a hurtadillas mientras no la observaba. Al final de la sesión, cuando le daba cinco chispas de chocolate por su trabajo bien hecho, las devoraba en una fracción de segundos. Luego, se arrodillaba y me suplicaba que le diera más.

Por último, estaban sus carencias emocionales. La adorable Lea sufría de intensa ansiedad a causa de las separaciones; despedirse cada mañana de su madre era un proceso tortuoso para ambas, envueltas en un mar de gritos agudos. Cada vez que alguien golpeaba la puerta del aula, inmediatamente entraba en pánico y volaba en busca de refugio detrás de su maestra. Sumado a todo esto, en un acto de clara regresión infantil, Lea insistía en su necesidad de tomar una mamadera a la noche y a la mañana y llevarla al colegio.

A tres semanas de haber comenzado las clases, revisé detenidamente el expediente de Lea. De repente pude ver todo con claridad.

Lea era adoptada. A los seis meses de vida, fue separada de sus padres biológicos por una Trabajadora Social a causa de negligencia y abandono severo. Los estudios revelaron que la nena padecía desnutrición y carencia de estímulos sensoriales. La dejaban llorar durante horas, sin alzarla, acunarla o brindarle algún tipo de afecto humano.

Lea, a pesar de haber sido adoptada por padres cálidos y amorosos, desconoce su condición de adoptada. Pero sus conductas – su necesidad constante de afecto y contención, su apetito insaciable y su miedo a todos los adultos, excepto a aquellos en los que ha aprendido a confiar – revelan su trágica historia, que desafía todo tipo de entendimiento.

En el mundo competitivo en el que vivimos, donde el empresario exitoso e invulnerable es el pináculo de los logros, se ha vuelto bastante común el hecho de que las madres devotas se sientan relegadas al escalón más bajo de la pirámide o, lo que es peor aún, se sientan improductivas.

Sin embargo, la historia de Lea revela que las verdaderas moldeadoras de realidades y de personalidades son las madres. Todo el mundo gira solo por los cuidados cariñosos de una madre.

No es una simple coincidencia que la primera mujer sobre la Tierra, el cimiento de todo el futuro femenino, se llamara Javá (Eva). Este nombre tiene su raíz en la palabra hebrea jai, vida. La esencia de la mujer radica en su capacidad de crear vida, y el nombre Javá, que fue deliberadamente otorgado a la primera mujer, proclama esta verdad para la eternidad. Inclusive si no está capacitada físicamente para dar a luz – como la madre adoptiva de Lea – dicha fortaleza está presente: es una fuente de amor y de entrega y una formadora de almas.

Como madre de todo lo que vive, ella ejerce un poder inigualable.

*los nombre y los hechos han sido modificados.