Un padre se dirige a su hijo adolescente y le pregunta: “¿Qué te tiene tan preocupado?”. “Yo qué sé”, le contesta el chico, encogiendo los hombros sin ganas. Un esposo le pregunta a su mujer: “¿Qué fue lo que hice que te ha dejado tan disgustada? ¿Te pasa algo?”. La mueca de decepción en su rostro dice: “Yo qué sé...”.

Un padre le pregunta a su hija: “¿Terminaste tus deberes? ¿Estudiaste para el examen?”. La hija sube el volumen de sus auriculares y murmura: “Yo qué sé”.

Lo siguiente fue escuchado en una conversación: “¿Qué deberíamos hacer con respecto al terrorismo? ¿Y con los niños que mueren de hambre en el África? ¿Y con respecto al calentamiento global?”; “Yo qué sé”.

Para mí, no hay nada que refleje mejor el espíritu que impera en nuestros tiempos que esta omnipresente expresión del “yo qué sé”. Somos un “yo qué sé” que vive según el lema de “vive y deja vivir”; nuestro primer mandamiento es “deberás tener la mente abierta con respecto a los principios morales de los demás” o, como alternativa, “a su deseo de no tener principios morales”. Nuestra apertura mental es elogiada como tolerancia, pero para mí tiene más bien olor a apatía.

He notado que cuando les pregunto a mis hijos qué es lo que quieren cenar, nunca recibo como respuesta “yo qué sé”. Me informan muy detalladamente qué es lo que quieren o no quieren comer, y cómo prefieren que se lo cocine. Pero, tan pronto como esté en juego algo que se encuentre más allá de nuestras necesidades inmediatas, expresar una postura entusiasta, una opinión bien pensada, o intervenir brindando ayuda práctica se convierte en un esfuerzo demasiado grande. Nos conformamos con un “yo qué sé”.

La predisposición mental del “yo qué sé” se ha ido introduciendo en todas las facetas de nuestra sociedad, ya sea en la política, en nuestras escuelas, en los lugares de trabajo, en nuestras relaciones, incluso en nuestra forma de vestir. Jóvenes y adultos usan los puños de la camisa gastados, vaqueros rotos, la ropa interior que sobresale de pantalones que se llevan tan caídos que en cualquier momento se pueden perder. Cualquier cosa que a los gritos proclame: “yo qué sé” (irónicamente, destinamos muchas horas y dinero para lograr este aspecto de informal indiferencia).

“Yo qué sé” en realidad quiere decir que no creo que a ti francamente te importe. Incluso, si te llegara a preocupar tanto como para preguntar, no creo que estés dispuesto a hacer el esfuerzo necesario para cambiar la situación o ayudarme a mejorar mis circunstancias, de modo que seamos honestos: si todo esto no te importa y, a mí ciertamente tampoco, entonces, ¿por qué nos molestamos siquiera en hablar de ello?

Es así que el adolescente queda silenciosamente encerrado en su mal humor y repasa todo tipo de actitudes perjudiciales para olvidar su propia desdicha. La pareja pasa a ser parte del 50% de los matrimonios que terminan divorciados porque no pudieron soportar la carga del enorme esfuerzo necesario para resolver sus conflictos. Y nuestros hijos siguen pensando que la educación que reciben no tiene ninguna importancia.

No estoy segura de cómo es que esta actitud del “yo qué sé” logró echar raíces tan profundas en nuestra sociedad. Quizás comenzó como una auténtica tolerancia frente a las costumbres de los demás. Tal vez la permanente información sobre atrocidades y calamidades –ya sean naturales o causadas por el hombre– que los medios nos brindan permanentemente haya hecho que activemos este mecanismo de defensa interno para contrarrestar la sensación de absoluta impotencia frente a tanta tragedia. O quizás sucedió por la vertiginosa velocidad de los adelantos tecnológicos; con un mundo que, en su totalidad, se ha convertido en nuestra aldea. Nos percibimos insignificantes en el impresionante esquema de las cosas.

Independientemente de sus motivos, esta cáustica apatía debe contraatacarse desde las raíces, empezando en los años más tempranos y formativos de la vida de nuestros hijos. Debemos impartirles dos valores básicos, valores que el judaísmo ha adoptado desde tiempos inmemoriales.

La Torá nos enseña que, cuando D-os creó al primer ser humano, Adán, lo hizo como un sujeto individual (a diferencia de cualquier otra especie animal o planta). Según lo que explican nuestros sabios, el motivo de esto es que D-os quiso enseñarnos, para toda la eternidad, la importancia que tiene cada uno de los seres humanos, que cada persona constituye en realidad un universo completo.

Por otra parte, la humanidad fue la última de todas las creaciones en ser traída a la existencia el sexto día. Nuestros sabios explican que esto fue así para enseñarnos a ser responsables respecto del mundo. Si un ser humano actúa con ética e ideales, reconociendo su responsabilidad sobre el resto de la creación, entonces ocupará el lugar más elevado de todas las criaturas. Pero si, por el contrario, el hombre elude su responsabilidad, habrá caído incluso más bajo que el insecto más diminuto que se arrastra por la tierra.

Nuestro desafío es inculcar en nuestros niños estas creencias esenciales, fundamentales:

*Tú importas. Eres importante. Eres un ser humano dotado de un potencial infinito. Eres un mundo y puedes ejercer tu influencia. Respeta a esa persona que puedes llegar a ser. Y actúa de acuerdo con ese potencial.

*Así como eres magnífico, tu grandeza sólo se verá reflejada al darte cuenta de que hay cosas que son más importantes que tú y que vale la pena sacrificarse por ellas: valores y ética, comunidad y familia. Tu felicidad personal no constituye un fin en sí mismo, pero debes tener un sentido de responsabilidad sobre el mundo.

Estos sencillos y fundamentales valores son los que nos singularizan como seres humanos. Son los valores en los que debemos creer y en los que nuestros hijos deben confiar.

Hay demasiado en juego para que dejemos abandonados a nuestros hijos frente a las crueldades del irreverente e irrelevante mundo del “Yo qué sé”.