Sentada en el parque durante un día cálido y húmedo, me convierto en una atenta observadora. Mi objetivo es vigilar a mis hijos, cuidar que no les falte nada, mirarlos mientras juegan. Pero observo y reflexiono sobre muchas otras cosas.

Veo a una madre a mi lado, que observa a su hijo acariciar a un perro. El niño tiene dos años, y el perro no es el suyo. Ella interrumpe mi reflexión para decirme, ansiosa, que primero había estado jugando con un bebé y que ahora jugaba con el perro. "No lo entiendo. Vinimos para jugar en el agua, pero ni siquiera se acercó al chorro. ¿Por qué no va a jugar de una buena vez?".

"Es muy dulce", respondí. "Su hijo parece preocuparse por los demás; está jugando con el perro".

Ella continuó con su tarea de persuasión, tratando de convencerlo para que dejara en paz a la pareja y vaya a jugar. A veces soy como esa madre…

Reflexiono y me veo reflejada en esa madre: una madre que quiere algo para sus hijos, que tiene expectativas puestas en ellos, que pierde de vista lo importante: el niño en particular del que me estoy ocupando.

Veo a un padre que lleva a su hijo de la muñeca, mientras que él se retuerce, frustrado, la cara del padre tensa, llena de emociones e impaciencia. El niño parece agobiado, molesto. Soy consciente de que también cometo el error de descargar mis emociones con mis hijos, de mostrarles una faceta de mi ser que ahora me mortifica ver en otro.

A lo lejos, en el parque, veo al esposo de mi amiga, que ha sido un padre solitario durante todo el fin de semana, algo inusual. Está sentado, tranquilo, su hijo entre las piernas, leyendo algo sobre Torá en su celular, mientras el resto de los niños se acerca para tomar algunas palomitas de maíz o una toalla para secarse los ojos. Él se mantiene inmutable; sus hijos juegan, felices, por su cuenta. Debe estar agradecido, dado que ya han pasado 72 horas y solo faltan 6 para que vuelva su esposa. También sé que está ayunando, dado que hoy es una de los días menores de ayuno para los judíos.

Y luego, mis hijos. Corren, juegan, gritan, esperan que el agua caiga sobre sus cabezas para correr, y luego volver: una prueba de fe. ¿Acaso caerá el agua cuando la esperan, o cuando están corriendo? No es fácil sacar conclusiones objetivas sobre mis propios hijos; me alcanza con verlos jugar felices. Mis pequeños gemelos a veces necesitan que me levante y los busque, los siga, los empuje, les consiga cosas. Todas cosas normales en un parque, con niños lo suficientemente normales. (Bueno, está bien, son mis hijos, son increíbles.)

A veces es más fácil aprender algo sobre la vida propia mirando la vida de los demás. En ese día cálido y húmedo, aprendí dos cosas.

La primera la aprendí de la madre que no puede disfrutar del día porque su hijo no está haciendo lo que ella piensa que debería hacer. Estamos en un parque acuático, así que debería estar jugando con el agua, ¿no? No necesariamente. Es un perfecto niño de dos años que prefiere todo lo que sea suave y tierno. Al parecer, necesita hablar despacio, hacer caricias, dar abrazos y cuidar de las cosas. ¿Por qué no puede ver eso su madre? Porque es difícil ser la madre y ser consciente de eso. ¿Por qué no puede ser feliz con el hermoso hijo que tiene? Ese hijo que encuentra algo distinto para entretenerse. Algo aún más positivo que, quizá, ver cómo el agua cae sobre su cabeza o sobre la de un amigo. ¿Es porque tiene un plan al que su hijo no se adapta? ¿Se trata de un problema de control? ¿Se trata de que "mamá sabe qué es lo mejor"? Probablemente no, y aunque no conozco su pensamiento con exactitud, conozco el mío, y todos cometemos errores. Sé cuántas veces pienso en lo que es mejor para mis hijos, lo que sería más divertido o cómo aprenderían y crecerían mejor. ¿Con cuánta frecuencia estoy en lo correcto? Con la frecuencia en que confío en mi intuición con respecto a mis hijos. ¿Con cuánta frecuencia me equivoco? Una sola vez es suficiente para volver sobre mis pasos y hacerme las preguntas que importan: ¿Cuál es el punto de esto? ¿Se trata de mí o de mi hijo?

La segunda lección viene del padre que está a punto de explotar, que quiere obediencia y rigidez por parte de su hijo. Lo único que puedo ver, con tristeza, es un espejo en un inocente niño de ocho años que refleja al padre. Y podría ser yo. No quiero juzgar, pero quiero crecer a partir de una escena tan clara.

¿Se trata de mí o de mi hijo? Reconozco en este padre el viejo adagio: "haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago", y recuerdo la enseñanza del Rebe: “No importa tanto lo que digas, sino lo que hagas. Sean un dugmah jayá, un ‘ejemplo vivo’". Infiero de esto, allí mismo en el parque, que no se trata únicamente de imponer ejemplos espirituales y nobles para nuestros hijos, sino también ejemplos cotidianos. Ellos aprenden de cada palabra y gesto nuestro, de nuestra conducta. Viendo a lo largo del parque cómo el esposo de mi amiga se mantenía calmo, pensativo, e impávido ante el comportamiento de sus hijos, encontré la respuesta.

Mi amiga y su esposo tienen hijos hermosos. Es verdad, quizá sean amistosos porque está en su ADN, pero aun si no fuera el caso, ese es el ejemplo que les dan sus padres. Un padre que tiene el "derecho" y la "excusa" para estar "al borde del colapso". Pero, sin embargo, se sienta en calma y con paciencia.

Con un suspiro veo a mi esposo, que se ha sentado al lado mío, y digo: "¡Qué difícil que es esto de ser padre!". La tarea más difícil es la que tengo que realizar en mí.