La que voy a relatar es una experiencia tan intensa que es prácticamente imposible de recordar. Es distinto a todo lo que he experimentado. Es algo absorbente de una forma que lo deja a uno inválido, pero al mismo tiempo, es poderoso. Es una vivencia que solo aquellos que hayan pasado por lo mismo podrán comprender. Se trata de dar a luz a un hijo.
Rompí fuente alrededor de la medianoche. Era mi tercer parto y el primero en el que rompí fuente antes de comenzar con el trabajo de parto. Mis dos primeros partos habían sido extremadamente difíciles y completamente naturales. Sin embargo, pensaba que no tendría la fuerza, mental o física, necesaria para superar este parto.
Recordaba el primero, un trabajo de parto de 24 horas que culminó en cinco horas de contracciones con picos de dos minutos, con sesenta segundos entre una y otra.
Mi segundo parto, también intenso y doloroso, fue mucho más corto, afortunadamente. Estaba emocionada porque había superado dos partos naturales y había dado a luz a dos hermosas niñas.
Pero esta vez, podía presentir que sería diferente. Había roto fuente y, sin embargo, no sentía dolor. Sabía que era cuestión de tiempo y que pronto me sentiría abrumada. Nos comunicamos con nuestra niñera para que viniera a casa y con nuestro ayudante de parto para que nos esperara en el lugar, llamamos un taxi y nos fuimos hacia el hospital.
De pronto, cuando el taxi comenzó su camino, escuchamos sirenas. Primero fue una, luego otra y otra, hasta que el sonido llenó las calles y perforó los cielos. En ese momento, fue cuando tuve una verdadera contracción. Con cada ambulancia, mis contracciones se hacían cada vez más fuertes.
Como habitantes de Jerusalem, estábamos acostumbrados a este sonido. Cada vez que hay una sirena, uno se paraliza. Te paralizas y rezas para que no haya más de una. La mayoría de las veces, hay más de una. Luego, esperas con temor la noticia de un ataque. Esperas hasta escuchar dónde fue y luego entras en pánico hasta que ubicas a todos los que conoces y que podrían haber estado allí. Pero nunca te relajas porque, si bien lograste escapar de ese ataque, ¿cómo puedes estar seguro de que escaparás del próximo?
Llegamos al hospital junto con las víctimas. Apenas podía caminar, estaba paralizada con una mezcla de miedo y dolor. Traté de no mirar las caras llenas de sangre, los miembros amputados. Pero no había forma de escapar a los gritos ensordecedores, los pedidos de ayuda, los llantos producidos por el horror.
No podía ni pensar. Olvidé cómo respirar, las posiciones que me habían enseñado, olvidé todas las técnicas. Lo único que podía hacer era dejar que el dolor corriera por mi cuerpo.
De inmediato, me hicieron la admisión y me colocaron en una sala de partos. Mi ayudante me ayudó a ponerme la bata del hospital y a meterme en la cama. Me senté, cerré los ojos e intenté concentrarme.
No me importaba nadie ni nada más. Simplemente, empecé a sentir cada contracción a medida que se movía por todo mi cuerpo, cada una culminaba en el pico más intenso que había experimentado hasta ese momento. Pensé sobre mi dolor, sobre lo mucho que dolía, sobre cómo me sacaba literalmente el aliento, pero también, especulé con que, si quería, podía solicitar anestesia para que se fuera. Luego, pensé en todas las personas que se encontraban sufriendo en las otras alas del hospital. Me enfoqué en su agonía, en lo que les había pasado a sus cuerpos, y en cómo no había forma de que su dolor desapareciera. Si hubiera tan solo una anestesia epidural, o un medicamento como el Demerol o alguna otra forma de calmar el dolor para responder a su sufrimiento.
Mi dolor tenía un propósito, un hermoso propósito. Mi dolor también tenía un final, y el final fue el regalo más maravilloso de todos. Sabía que mis contracciones no durarían para siempre y que terminarían cuando comenzara una nueva vida. Además, me daba cuenta de que mi dolor era en realidad una bendición. Por mucho que me doliera, era ese dolor en particular lo que preparaba mi cuerpo para el parto. Si el cuerpo no estuviera listo, cuánto más traumático sería un parto, no habría suficiente lugar para que el niño pasara a salvo y emergiera al mundo.
En lugar de aborrecer el dolor y desear que terminara, me encontré agradeciendo cada una de las contracciones. Me sentí bendecida por ser lo suficientemente afortunada como para dar a luz y porque mi cuerpo se estuviera preparando naturalmente para traer esta nueva vida al mundo.
A medida que mis contracciones se intensificaban, pensé en todas esas otras personas que estaban sufriendo dolor, un dolor mucho más severo que este, junto con el trauma y con el desamor. Su sufrimiento parecía innecesario e injusto. Su sufrimiento no tenía un fin inmediato, no tenía significado o propósito aparente ni tenía ninguna alegría.
Oré para que el dolor que yo estaba experimentando fuera el único dolor que alguien tuviera que soportar. Había escuchado a mis amigas hablar sobre cómo ellas nunca tendrían un parto natural. Decían que, si no pudieran tener una epidural, nunca tendrían otro bebé. Luego, me acordé de aquellas amigas mías que todavía no habían podido concebir y su deseo de dar lo que fuera para sentir el dolor que otras intentan hacer desaparecer tan rápidamente. Me pregunté cuántas de las víctimas del atentado habrían pensado que podrían soportar y sobrevivir a tanto sufrimiento. Comprendí cómo hubieran rápidamente cambiado de lugar conmigo, lo rápido que hubieran cambiado su dolor por el dolor del parto.
No creo que hubiese podido apreciar dar a luz si no fuera por el intenso proceso del parto. Todo el tiempo recé para que este bebé fuera sano, para que no hubiera complicaciones. Traté de no pensar en lo que me dolía, sino en cómo estaba ayudando al milagro de dar vida. No quería ni por un segundo desear que se fuera este padecimiento, sino que deseaba darle significado y propósito a cada momento. Y entonces, me di cuenta de que el sonido del bebé llorando, ese sonido que normalmente perturba la paz o que me hubiera despertado de un sueño profundo, era ahora el sonido que deseaba escuchar. Quería oír a mi bebé gritar, anunciar al mundo que había llegado, que era sano, que era fuerte. Su llanto iba a significar que estaba vivo.
Y mientras esperaba y pujaba, y sentía a mi bebé descender, me di cuenta lo afortunada que era. Y pensé en todos aquellos que no podían tener un bebé y en aquellos bebés que no daban ese hermoso llanto cuando nacían. En todos aquellos que sufrían alrededor del mundo, en todos los que tenían hambre, los que eran pobres, los que tenían algún tipo de discapacidad. Pensé en aquellos abusados o ignorados o abandonados. Y abrigué la esperanza de no olvidar nunca la belleza de mi dolor y las lecciones que me había enseñado.
A medida que mi bebé entraba a este mundo, pegué un grito que hasta ese momento no sabía que era capaz de dar. Lloré mucho. Lloré por mi felicidad y por el amor dentro de mí que estaba saliendo. Lloré por todos aquellos que no eran tan felices con la esperanza y con la oración para que también lo fueran pronto. Lloré por las víctimas que estaban sufriendo y por las vidas de aquellos que habían muerto ese día y por las generaciones futuras que nunca llegarían a existir.
Y lloré y escuché el llanto más hermoso de todos. Mi hijo había terminado con un viaje y estaba a punto de comenzar con otro. Tomó su primera bocanada de aire y lloró. De repente, todo el dolor desapareció. De inmediato, me llené de alegría. Pero me hice la promesa a mí misma y a él de que nunca olvidaría nuestra experiencia. Y prometí que recordaríamos la diferencia entre el dolor causado por el sufrimiento y el dolor causado por la alegría. Porque si no podemos sentir uno, jamás podremos apreciar el otro.
Llamamos a nuestro hijo Netanel, "regalo de Di-s", un milagro vivo, que respira y que crece.
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