Fuimos tontos. En el vientre, todo era cálido, todo estaba a nuestro alcance. En el vientre, podíamos simplemente ser. ¿Qué nos faltaba que fue necesario que nos escurriéramos durante el parto y saliéramos a este mundo frío? Porque, a partir de ese momento, no hay descanso, sino solo movimiento, constante movimiento.
De eso se trata la vida fuera del vientre: moverse para llegar a algún lugar. Y tan pronto uno llega a ese lugar, trata de ir a algún otro lugar. Apresurarse por un pasillo hasta llegar a una puerta; y de allí, a otro pasillo en donde debemos buscar frenéticamente la siguiente puerta. ¿Cuándo estaremos en un lugar por el solo hecho de estar ahí? ¿Cuándo es que hacemos algo por el solo hecho de hacerlo? Aun en los momentos de placer, añoramos conseguir más placer, hasta que “nadie se vaya de este mundo con la mitad de su deseo en su mano”1 . ¿Cuándo podremos una vez más simplemente ser?
Si así es para los materialistas, en mayor medida lo será para aquellos que buscan conocimiento, sabiduría, crecimiento espiritual. “Jamás tienen descanso aquellos que aprenden de los sabios”, nos informa el Talmud. “Se mueven continuamente de fortaleza en fortaleza”2 . El Zohar describe a Abraham siempre moviéndose “hacia el sur”, es decir, hacia la luz. Y en cuanto uno se acerque a la luz, la luz infinita, esta se vuelve aún más distante, más inalcanzable3 .
Y sin embargo, eso es justamente la mitzvá: estar allí, tener La cosa en sí misma ‒no la luz, sino la Fuente de la luz. No porque uno se haya acercado aún más a la fuente, no porque uno la sostenga en sus manos, sino porque esa fuente se ha unido a su ser4
¿Por qué sucede esto? Porque la esencia de todas las cosas nos habla suavemente y nos pide “Por favor, sé mis manos, mis pies, mi mente. Sé mi presencia dentro de tu mundo material. Todo lo que he creado, lo hice a modo de escenario para que se desarrolle mi más profundo deseo, ese maravilloso drama que Yo he dejado para ti”.
Seguimos la coreografía para la cual hemos sido creados dentro del vientre materno, esta mitzvá que nos ha llegado en su forma individual dentro de nuestro mundo individual. Y es durante este proceso que nos hemos vuelto uno, la pequeña criatura, y Él, el Creador Infinito. Ese mismo deseo profundo vive dentro de cada uno de nosotros5 .
¿Por qué no podemos sentirlo? Porque el cuerpo físico y el mundo material, incluso, el alma contenida dentro de ese cuerpo, no puede soportar semejante nivel de éxtasis. Cuando el pueblo recibió la Torá en el Monte Sinaí, con cada afirmación, las almas se elevaban de los cuerpos. Aun para sentir una pizca de esa energía, el alma debe ascender de vuelta a su origen celestial, y aún más alto; y allí, necesitará la protección especial otorgada por sus mitzvot para no disiparse dentro de la luz que todo rodea.
“Tan torpe era yo que no entendía”, canta el salmo acerca de nuestro dilema con respecto a nuestra misión en este mundo. “Era como una bestia delante de ti. Con todo, yo siempre estuve contigo. . .”6
En un futuro, tendremos cuerpos capaces de soportar el éxtasis producido por la unión consciente con La Cosa en sí misma. Mientras tanto, lo más cerca que podremos estar de ese éxtasis es la celebración de cada mitzvá a medida que actuamos en consecuencia. El Baal Shem Tov nos enseña que en esa felicidad producida por la mitzvá existe una recompensa mayor de lo que podrá ofrecer el mundo espiritual más alto7 . Es en esa felicidad que uno regresa al vientre de todo lo creado.