Al parecer, a nadie se le escapa el hecho de que mi marido y yo venimos de planetas diferentes.
“¡Te casaste con un blanco!”, exclama una compañera de la secundaria luego de descubrir las fotos de mi boda en la web.
Yo lloro.
Luego, mi abuela mira fijo a los azules ojos de mi marido mientras vemos el DVD de nuestra boda y me pregunta varias veces: “¿Por qué se casó contigo?”.
Yo sólo le digo: “Ahora soy judía”.
Pero “Ahora soy judía” no alcanza para explicar cómo Di-s, con su sabiduría infinita, unió a una muchacha domínico-americana de Nueva York, mantenida gracias a la asistencia social, y a un tipo de Europa del este (con un poco de ruso, un poco de esto y un poco de aquello) criado en Los Ángeles, a cinco minutos de Beverly Hills. ¿O quizás sí alcanza?
Llegamos al judaísmo desde mundos distintos. Yo me convertí ya de adulta. Mi marido se crió en un hogar ortodoxo moderno. Yo desciendo de nativos del Caribe, esclavos africanos, españoles y franceses que practicaban la santería, el vudú y el catolicismo. Él es descendiente de varias generaciones de rabinos, cuyos pasos decidió seguir. Mientras de un lado de la sinagoga, yo lucho para seguir las oraciones en hebreo, mi marido está del otro lado releyendo el discurso que debe pronunciar ante todos el próximo shabat.
En verdad, ni siquiera entendía a mi marido cuando lo conocí.
Si lo pienso en perspectiva, me doy cuenta de que el judaísmo fue lo primero que nos hizo conectar. Yo estaba desesperada por aprender sobre el tema. Y mi marido amaba enseñar todos los aspectos judaísmo. Las cosas eran simples. Hasta que empezamos a poner el foco en todas las cosas en las que no estábamos conectados. Para empezar a entendernos realmente el uno al otro, intentamos comprender a fondo cómo nos habíamos convertido en las personas que éramos al conocernos. Nuestra misión nos llevó muy lejos antes de que hacernos aterrizar de nuevo en el principio.
Visitamos juntos tanto Los Ángeles como Israel, los hogares de mi esposo. Disfruté del calor seco de ambos lugares, impresionada por lo amables que eran los angelinos en comparación con los neoyorquinos. Y en Israel, él me llevó a hacer mi primer viaje de carretera: desde los santos lugares de Ierushaláim hasta las ruinas de Cesarea. No podía cerrar la boca del asombro.
Planeamos nuestra luna de miel a la República Dominicana. Pero fueron más que vacaciones en el Caribe. Fue la primera vez que mi esposo vio el lugar del que emigró mi familia y donde gran parte de mis parientes viven todavía. Juntos, aprendimos sobre mis ancestros.
Y mientras estábamos ahí, también le enseñamos a mi familia cómo vivimos la vida de manera judía. Toda la familia se reunió en el supermercado de mi tío en Santo Domingo para ayudarnos a hacer una gran compra. Juntos, corrimos por los pasillos y dimos vuelta el negocio en busca de productos casher.
Nos conocimos en Washington Heights, el barrio en el que crecí. Y en la tarde de un soleado shabat, llevé a mi marido a hacer una visita guiada del barrio. “Esta es la escuela a la que iba los domingos”. El comienzo de mi viaje al judaísmo. “Este es el edificio del que nos burlábamos al crecer”. Y nos sonreímos el uno al otro porque era el mismo edificio en el que nos habíamos conocido. Ver el barrio a través de mis ojos y verlo luego a través de los suyos nos ayudó a aprender a hablar de a poco el mismo idioma.
Nos llevó un mes de casados darnos cuenta de que no hablábamos el mismo idioma.
“Dame agua”, le decía.
“¿Por favor? ¿Por qué me mandoneas?”, me respondía enojado.
Mis ojos se abrían de la sorpresa. (Bueno, no fue tanta la sorpresa. Planificar la boda juntos había sido como tirar rocas al pacífico lago que había sido nuestra relación hasta entonces).
Él decía: “Mmm... ¿Hay agua?” (traducción: ¡dame agua!).
“Sí, está en la heladera”, solía responder yo, sin molestarme en levantar la vista de mi libro.
Y terminábamos mirándonos con furia, sin poder entender en qué punto se había arruinado la conversación.
Y esos eran sólo los problemas pequeños, cuando ambos hablamos inglés.
Durante una clase en la sinagoga, mi marido se sienta a mi lado susurrando traducciones de las palabras en ídish y en hebreo en medio de las otras en inglés. Pero aun así, a medida que continúa la clase, me pongo más ansiosa y me siento más excluida. En la mitad, considero desconectarme por completo, porque la barrera idiomática me abruma como un ataque de artillería a mi autoestima. Es en ese momento que mi marido me mira con amor. De repente, me siento menos sola. Y nunca deja de susurrar en mi oído.
Cada año, frunzo el ceño cuando los “límites de tiempo” amenazan con forzar una rápida excursión por la Hagadá de Pésaj. Quiero leer todas las palabras. Languidecer con esas palabras que él sabe de memoria. Me recuerdan el doloroso camino que tuve que emprender para llegar a mi presente (y a mi futuro) judío.
Mi marido hace muecas ante mi ceño fruncido. Él conduce la lectura, rodeado de su familia y de los recuerdos de infancia que evoca este evento anual. Aprecia la experiencia por el modo en el que lo conecta con su herencia, con su religión, con la historia de su familia.
Cuando nuestras miradas finalmente se cruzan en la mesa, conectamos. Adquirimos sentido. Somos dos judíos con pasados diferentes, que se reúnen para construir una vida juntos, una vida que toma el judaísmo (y el amor) para crear puentes que sirvan para atravesar los pozos del camino.
“Vámonos”, me dice al final de cada cena de shabat. Lo dice en español. Y cada vez que lo dice, yo sonrío. Al crecer, el español era mi idioma especial. Era la lengua que nuestros padres y familiares hablaban en casa. Era la lengua que mis hermanas y yo usábamos para que los angloparlantes no nos entendieran. Ahora, es la lengua que aprende mi esposo para entenderme mejor, para entender mejor mi cultura y para entender las conversaciones secretas que todavía mantengo con mis hermanas menores. Lee con la energía que un niño emplea en jugar con su nuevo juguete favorito. La misma energía que él ve en mis ojos cuando yo aprendo más sobre el judaísmo.
Enseñarle a mi esposo sobre la cultura dominicana me ha enseñado a quererme a mí misma y a querer mis raíces. Aprendí a apreciar lo que solía pasar por alto, porque él me enseña a disfrutar de esas cosas. Y aprender sobre sus raíces me ha abierto un mundo nuevo, un futuro nuevo que se siente menos ajeno cuando lo enfrentamos juntos.
Tres años después, seguimos aprendiendo a encontrarnos en un punto medio... Nos guiamos el uno al otro. Practicamos hablar de la manera en la que habla el otro. Tratamos de ver las cosas desde la perspectiva del otro. Tenemos que explicarnos cosas de manera explícita (a veces, apretando los dientes). Después de años de tropezar en la oscuridad, establecimos dos reglas básicas: nunca hay que dar nada por sentado. Y las cosas no siempre son lo que parecen.
Aprendí a entender declaraciones que se me expresaban en forma de pregunta.
“Es una forma más educada”, decía él.
“No, es la forma que a ti te enseñaron”, lo corregía yo.
Él tuvo que aprender a ser más específico.
“¿Grosero, quieres decir?” Me preguntaba él con exasperación.
“No, sólo más directo”, le decía yo. Y con una sonrisa, agregaba: “puedo soportarlo”.
Hoy, nuestra mesa de shabat se parece mucho a nuestro matrimonio. Todo lo que servimos es casher, pero inesperado para nuestros invitados. Servimos arroz y frijoles: la base de cualquier plato dominicano. Pero es mi marido el que los hace, a pesar de lo difícil que le resulta pronunciar los nombres en español. A veces, servimos gefilte fish, porque su abuela polaca todavía lo prepara. Pero yo soy la que lo pone a hervir. Ante la duda respecto de los acompañamientos, decidimos servir maduros, los dulces plátanos amarillos que solía hacer mi madre.
Juntamos lo que más nos gusta de nuestras culturas, tomando decisiones conscientes e inconscientes sobre lo que importa y lo que no.
“Ustedes son tan distintos…”, nos dijo hace poco un amigo luego de oírnos hablar de montañas rusas, que a mí me gustan y a mi marido no. Nosotros nos sonreímos. Porque hemos caído en la cuenta de que, con todas nuestras diferencias, hay un par de cosas importantes que tenemos en común.
En la reducida lista de cosas que mi marido y yo tenemos en común está el judaísmo. El judaísmo es nuestra vida de todos los días. Es nuestro sistema de valores. Ambos hemos decidido construir nuestras vidas en torno a él. Y cuando decidimos, elegimos, todo se reduce al hecho de que lo que más importa es nuestro judaísmo y todo lo que decidimos tiene que funcionar con él, no a pesar de él ni a su alrededor. Sin él, no nos hubiéramos encontrado.
Es posible que seamos la cara de la identidad multirracial, multiétnica y multicultural. Pero en realidad, sólo somos dos personas enamoradas; verdaderos bashert: verdaderas almas gemelas.
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