Estrellé mi auto hace un par de horas.

Estoy aquí, en medio de la noche, escribo sentado, aun un poco sacudido por el accidente.

Fue mi culpa.

Conducía por lo que para mí era un camino vacío, sin saber qué me esperaba del otro lado del paso peatonal. Para cuando vi el montón de tráfico que estaba delante de mí y apreté los frenos, ya era demasiado tarde; no llegué a detenerme por completo y golpeé el auto que tenía enfrente.

Me siento un idiota, y no tengo ni un poco de ganas de tener la conversación que tendré con la compañía de seguros. Si hay algún consuelo es que nadie salió herido, gracias a Di-s, y que mi hijo, que estaba conmigo en el auto, puede asegurarle a mi esposa que no hablaba por teléfono cuando sucedió todo.

Aunque sé que soy afortunado, porque todos salimos ilesos, y que los autos se pueden reparar o reemplazar, no puedo evitar sentirme un poco frustrado por los costos e inconvenientes con los que debo enfrentarme. Arreglé que mi madre llevara a mi hijo a casa mientras me quedaba a esperar que llegase la grúa y empecé a calcular con tristeza el precio de mi estupidez.

¿Cuánto por la multa, el alquiler de otro auto, la grúa y el aumento de la prima del seguro? Si el auto está, como parece, destruido por completo, ¿por cuánto excederá al monto el precio de un auto nuevo? ¿Cómo me voy a hacer el tiempo para investigar sobre marcas y modelos, organizar pruebas de automóviles y arreglar el financiamiento? Las cosas no están muy bien que digamos. ¿Qué impacto va a tener esto en nuestro presupuesto? ¡Qué situación molesta!

Toda esta negatividad me estaba haciendo muy mal, por lo que decidí hacer algo útil con mi tiempo mientras esperaba. Empecé a tocar debajo de los asientos para asegurarme de que no me olvidaba ningún objeto. Saqué de debajo del asiento del conductor una vieja edición de Dvar Maljut, un folleto que contiene pensamientos sobre la parashá de la semana, así como también otras secciones dedicadas a las lecturas diarias de la Torá.

No tenía otra cosa que hacer, así que aunque la edición era de hacía varios meses, empecé a pasar las páginas en busca de algo que aprender. Y fue entonces que Di-s comenzó a hablarme.

Me encontré con un extracto de Haiom Iom, el primer libro escrito por el Rebe, que contiene un pequeño aforismo o conocimiento filosófico para cada día del año. Empecé a leer el correspondiente al 9 Nisan. Bajo la luz tenue de la lámpara más cercana, apenas podía entender las siguientes palabras:

La riqueza de los judíos no se basa en casas ni en oro. La riqueza eterna de los judíos es seguir la Torá y las miztvot, y traer al mundo hijos y nietos que hagan lo mismo.

Vaya llamada de atención. Y yo ahí, permitiéndome caer en un pozo depresivo por la posible pérdida de bienes materiales, sin siquiera detenerme a agradecer un segundo por la increíble riqueza que poseo.

Soy en verdad dichoso. Tengo una vida increíble en un país maravilloso, y una sociedad y una comunidad que me dan la libertad y el aliento necesarios para seguir la Torá y las mitzvot. Tengo hijos grandiosos y, aunque soy muy joven para tener nietos, todas mis plegarias, esperanzas y deseos están orientados a que me llegue esa bendición en el futuro.

Tengo tanta riqueza verdadera, ¿y tan estúpido soy como para preocuparme así por un auto?

Nuestros hijos son nuestra riqueza. Mi situación económica actual no tiene importancia, ni en el corto, ni en el largo, ni en el mediano plazo. Di-s provee y proveerá. La única garantía de seguridad futura es la vida que vivimos hoy y las bendiciones que dejamos a nuestro paso.

Si puedo incorporar esta idea a mi vida cotidiana y reconocer y diferenciar lo que tiene valor real y lo que es insignificante, va a ser claro que el incidente con el auto no fue cuestión del destino, sino una oportunidad que esperaba para estrellarme contra mí mismo y así enseñarme una lección de vida que me haría más fuerte.

Ahora, si me disculpan, necesito ordenar mis pensamientos para la conversación que tendré mañana con la compañía de seguros.