Hay palabras que cambian el mundo, pero ninguna más que estas dos frases que aparecen en el primer capítulo de la Torá:
Entonces Di-s dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y ejerza dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre todos los animales salvajes, y sobre toda criatura que se arrastre sobre la tierra”. Creó, pues, Di-s al hombre a imagen suya, a imagen de Di-s los creó; varón y hembra los creó.
La idea aquí descripta es quizás la más transformadora en toda la historia del pensamiento político y moral. Es la base de la civilización occidental, con su extraordinario énfasis en el individuo y en la igualdad. Subyace en las palabras de Thomas Jefferson en la Declaración de la independencia estadounidense: “Sostenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas, que todos los hombres son creados como iguales [y fueron] dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables [...]”. Estas verdades son todo menos evidentes por sí mismas. Hubieran sido consideradas absurdas por Platón, quien sostenía que la sociedad debía basarse en el mito de que los humanos se dividen en personas de oro, de plata y de bronce, y de que es esto lo que determina su estatus en la sociedad. Aristóteles creía que algunos nacían para gobernar y otros para ser gobernados.
Las declaraciones revolucionarias no hacen su magia de la noche a la mañana. Como explicó el Rambam en la Guía de los perplejos, a la gente le lleva mucho tiempo cambiar. La Torá funciona entre medio del tiempo. No abolió la esclavitud, pero puso en marcha una serie de procesos (el más notable es shabat, momento en el que se suspenden todas las jerarquías de poder y los esclavos tienen un día de libertad a la semana) que estaban destinados a llevar a su abolición con el paso del tiempo. La gente tarda en entender lo que implican las ideas. Thomas Jefferson, el campeón de la igualdad, tenía sus propios esclavos. La esclavitud no se abolió en los Estados Unidos hasta la década de 1860, y no sin una guerra civil. Como señaló Abraham Lincoln, tanto los defensores de la esclavitud como sus críticos citan la Biblia para defender su causa. Pero en algún momento la gente cambia, y lo hace por el poder de las ideas que se plantaron mucho tiempo atrás en la mentalidad occidental.
¿Qué es lo que se dice exactamente en el primer capítulo de la Torá? Lo primero que hay que notar es que no es una declaración aislada, un dato sin contexto. De hecho, es algo polémico, una protesta contra ciertas formas de entender el universo. En todos los mitos antiguos, el mundo se explicaba en términos de batallas entre los dioses en su lucha por la dominación. La Torá desestima esta manera de pensar. Di-s habla y el universo toma forma. Esto, según Max Weber, el gran sociólogo del siglo XIX, fue el final del mito y el nacimiento del racionalismo occidental.
Más importante aún, creó una nueva manera de pensar el universo. Tanto para el antiguo mundo del mito como para el mundo moderno de la ciencia, es central la idea de poder, de fuerza, de energía. Eso es lo que falta en el Génesis 1. Di-s dice: “Que haya”, y hay. No dice nada sobre el poder, la resistencia, la conquista o el juego de fuerzas. En lugar de eso, la palabra clave de la historia, que aparece siete veces, es inesperada. Es la palabra tov: bueno. clara de lo que se espera que seamos. semejanza de Di-sada en el principio de que lo correcto es lo soberano. Todos derivan en
Tov es una palabra moral. En Génesis 1, la Torá nos dice algo radical. La realidad de la que la Torá es guía (la misma palabra “Torá” significa ‘guía’, ‘instrucción’, ‘ley’) es moral y ética. La pregunta que el Génesis busca responder no es “¿cómo comenzó el universo?”, sino “entonces, ¿cómo debemos vivir?”. Este es el cambio de paradigma más significativo de la Torá. El universo que Di-s hizo y que nosotros habitamos no tiene que ver con el poder o la dominación, sino con tov y de ra, con lo bueno y lo malvado.1 Por primera vez, la religión se convirtió en algo ético. A Di-s le importa la justicia, la compasión, la lealtad, el amor, la amabilidad, la dignidad del individuo y la santidad de la vida.
Este mismo principio de que Génesis 1 es polémico, parte de una discusión con un trasfondo, es esencial para entender la idea de que Di-s creó a la humanidad “a su imagen y semejanza”. Estas palabras deben haberles resultado familiares a los primeros lectores de la Torá. Las conocían bien. Eran comunes entre las primeras civilizaciones, la Mesopotamia y el antiguo Egipto. Se decía que algunas personas eran a la imagen de Di-s. Eran los reyes de las ciudades-estado de la Mesopotamia y los faraones de Egipto. Nada podría haber sido más radical que decir que no sólo los reyes y los gobernadores eran a la imagen de Di-s. Que todos lo somos. Incluso hoy la idea es desafiante: cuánto más en una época de gobernadores absolutos con poder absoluto.
Entonces entendemos que Génesis 1:26-27 no es tanto una afirmación metafísica sobre la naturaleza del ser humano como es una protesta política contra la base misma de las sociedades jerárquicas basadas en clases o en castas de los tiempos antiguos o modernos. Eso es lo que la convierte en la idea más incendiaria de la Torá. En cierto sentido fundamental, somos todos iguales en dignidad y en valor, porque todos fuimos hechos a imagen de Di-s, sin importar nuestro color, cultura o credo.
Más adelante en la Torá aparece una idea similar en relación con el pueblo judío, cuando Di-s los invitó a convertirse en un reino de sacerdotes y en un pueblo sagrado. Todos los pueblos del mundo antiguo habían tenido sacerdotes, pero ninguno era “un reino de sacerdotes”. Todas las religiones tienen individuos sagrados, pero ninguna decía ser un pueblo del cual todos sus individuos fueran sagrados. Esto también tomó tiempo en materializarse. Durante toda la era bíblica hubo jerarquías. Había sacerdotes, había una élite sagrada. Pero luego de la destrucción del Segundo Templo, cada rezo se convirtió en un sacrificio, cada oficiante de plegarias, en un sacerdote, y cada sinagoga, en un fragmento del Templo. Justo debajo de la superficie de la Torá, funciona un igualitarismo profundo, y los rabinos lo sabían y lo vivían.
Hay una segunda idea contenida en la frase “y ejerza dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo [...]”. Nótese que no se sugiere que se tenga el derecho a dominar a otro ser humano. En El paraíso perdidoclara de lo que se espera que seamos. semejanza de Di-sada en el principio de que lo correcto es lo soberano. Todos derivan en , Milton, como en el Midrash, dice que este fue el pecado de Nimrod, el primer gran gobernador de Asiria y por lo tanto el constructor de la Torre de Babel (ver Gen. 10:8-11). Milton escribe que cuando a Adam le dijeron que Nimrod “se arrojaría un dominio no merecido”, se horrorizó:
¡Hijo execrable! ¡Aspirar a elevarse
sobre sus hermanos, atribuyéndose
una autoridad usurpada, que no le ha sido concedida por Di-s!
El Eterno nos ha otorgado tan sólo dominio absoluto
sobre las bestias, los peces y las aves;
este derecho tenemos, debido a su bondad;
pero no ha hecho al hombre señor sobre los hombres,
sino que reservándose este título para sí,
ha dejado a la humanidad libre de toda servidumbre humana. (El paraíso perdido, Libro XII: 64-71).
En ese momento era impensable cuestionar el derecho de los humanos a gobernar sobre otros humanos sin su consentimiento. Todas las sociedades avanzadas eran así. ¿Cómo podría ser de otra manera? ¿No era esta la estructura del universo? ¿No era el Sol el que gobernaba el día? ¿No era la Luna la que gobernaba la noche? ¿No había en el mismo cielo una jerarquía de dioses? Ya hay aquí implícita una profunda ambivalencia que la Torá terminaría por mostrar con relación a la misma institución de la realeza, el gobierno del “hombre sobre los hombres”.
La tercera implicancia descansa en la paradoja pura de Di-s, que dice: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza”. A veces olvidamos, al leer estas palabras, que en el judaísmo Di-s no tiene imagen ni semejanza. Hacer una imagen de Di-s es transgredir el segundo de los Diez Mandamientos y ser culpable de idolatría. Moshé puso allí el énfasis en la revelación del Sinaí: “a excepción de oír la voz, ninguna figura han visto”.
Di-s no tiene imagen porque no es físico. Trasciende el universo de lo físico porque él lo creó. Por lo tanto, él es libre, libre de las leyes de la materia. Eso es lo que Di-s quiere decir cuando le dice a Moshé que su nombre es “seré el que seré”, y luego, cuando, después del pecado del becerro de oro, le dice “tendré piedad con quién tendré piedad”. Di-s es libre, y al hacernos a su imagen, también nos dio el poder de serlo.
Esto, como la Torá lo deja claro, fue el regalo más fatídico de Di-s. Cuando se les dio libertad, los humanos no supieron usarla. Adam y Javá desobedecieron la orden de Di-s. Cain mató a Ebel. Al final de la parashá nos encontramos a nosotros mismos en el mundo ante el Diluvio, tan lleno de violencia que Di-s se arrepintió de haber creado la humanidad. Este es el drama central del Tanaj y del propio judaísmo. ¿Vamos a usar nuestra libertad para respetar el orden o para el caos? ¿Vamos a honrar o a deshonrar la imagen de Di-s que vive dentro del corazón y de la mente humana?
Estas no son sólo preguntas antiguas. Están tan vivas hoy como lo estuvieron en el pasado. La pregunta que hacen los pensadores serios, desde que Nietzsche argumentó en favor de abandonar tanto a Di-s como a la ética judeo-cristiana es si la justicia, los derechos humanos y la dignidad incondicional del ser humano son capaces de sobrevivir solos en un mundo secular. El mismo Nietzsche pensaba que no.
En 2008, el filósofo de Yale Nicholas Woltersdorff publicó un trabajo magistral en el que sostenía que nuestra concepción occidental de justicia se apoya sobre la creencia de que “todos nosotros tenemos el mismo gran valor: el valor de haber sido hechos a imagen de Di-s y de ser amados por él, nuestro redentor”. Insiste en que no hay racionalidad secular en la que se pueda construir un marco de justicia semejante. Eso es con seguridad lo que John F. Kennedy quiso decir en su discurso de asunción cuando habló de “las creencias revolucionarias por las que pelearon nuestros antecesores”, que “los derechos del hombre no vienen de la generosidad del estado sino de la mano de Di-s”.
Las ideas trascendentales hicieron de Occidente lo que es: los derechos humanos, la abolición de la esclavitud, que todos valgamos lo mismo y la justicia basada en el principio de que la ley es soberana sobre el poder. Todos derivan, en última instancia, de la afirmación que aparece en el primer capítulo de la Torá que dice que fuimos hechos a imagen y semejanza de Di-s. Ningún otro texto ha tenido una influencia mayor en el pensamiento moral, ni ninguna otra civilización ha tenido jamás una visión más clara de lo que se espera que seamos.
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