La Segunda Guerra Mundial había concluido. El gobierno ruso, en un raro momento de benevolencia, comunicó que permitiría a los refugiados polacos regresar a su tierra natal.
Cherna Ushpal, quien había enviudado recientemente y era la madre de dos muchachos de cuatro y cinco años, no era de Polonia, pero estaba bajo la protección de alguien que sí lo era y por lo tanto tenía permitido ir allí. (Aunque han pasado más de cincuenta años desde entonces y el comunismo dejó de existir, Zalman no divulgaría el nombre de esa persona. Ed.)
Cherna, o Cyla (pronunciado Tzila), como era conocida por sus amigas, se aferró ansiosamente a la oportunidad de abandonar el país donde practicar el judaísmo era un crimen que se castigaba con la prisión o el exilio a campos siberianos de trabajo. Cyla, sobre quien recaía la responsabilidad de la educación de los niños, no podía soportar el mero pensamiento de criar a su Zalman y Efráim en semejante país sin Di-s.
Cuando Cyla Ushpal y sus compañeros de viaje, todos jasidím de Lubavitch, llegaron a Polonia, fueron presa del asombro y la depresión. Las calles de Lodz, anteriormente atestadas de judíos, eran “Judenrein”.
“¿Qué sucedió con todos los judíos?”, se preguntaron. Se hacía difícil creer cuán sistemático y despiadado había sido Hitler sea borrado su nombre y recuerdo de la faz de la tierra , en su campaña por aniquilar a los judíos.
El grupo encontró refugio en una bombardeada casa en la campiña polaca. Un viento helado soplaba por las rotas ventanas, y la lluvia goteaba por las fisuras del tejado. Más alarmante, sin embargo, eran los informes que circulaban cada vez con más frecuencia: ¡Pogroms!
Los pocos judíos que habían sobrevivido a los campos de muerte y lograron regresar, se encontraron con los polacos atrincherados en sus propios hogares. Los polacos eran reacios a devolver las casas y pertenencias a sus legítimos propietarios, de modo que organizaron pogroms. Estos, de una vez por todas, terminarían con el “problema” judío, calcularon.
Para Cyla no había duda en cuanto a si quedarse en Polonia o no. Ni ella, ni cualquiera de sus compañeros de viaje, aceptaron el pensamiento siquiera por un minuto. Polonia, la que había sido una vez la Ierushaláim de Europa, el centro de la judería mundial durante centenares de años, era ahora un lugar peligroso para ellos. El judío ponía su vida en peligro cuando caminaba a la estación del tren o simplemente salía a la calle. Además, aun si eventualmente el antisemitismo se acallara, éste no era lugar para criar un niño judío. No había jéder (la escuela tradicional), Ieshivá, Sinagoga, mikvé (baño ritual), ni carniceros kasher.
Recostada en su lecho de noche tratando de arrebatar cierta calidez de a delgada manta, la joven viuda tejió planes. Necesitaría un pasaporte para lograr salir de allí. Un pasaporte costaba 100 dólares. Ella ya había canjeado la mayoría de sus pertenencias por comida. Pero no tenía altenativa. Vendería cualquier cosa que hubiera quedado para lograr el dinero que precisaba.
A la mañana, Cyla vendió sus escasas pertenencias y compró un pasaporte. (Los niños no precisaban uno).
“Estará listo mañana”, se le prometió. Con el corazón más sereno, Cyla regresó al refugio para compartir las buenas noticias con el resto del grupo.
Al día siguiente la joven fue a retirar su pasaporte. El funcionario buscó su nombre en una lista.
“Cyla ya estuvo aquí y retiró su pasaporte”, dijo.
“¡No puede ser!”, exclamó estupefacta. “¡Yo soy Cyla!”
“Lo siento”, contestó el funcionario encogiéndose de hombros. “Ya dimos tu pasaporte a otro. No puedo ayudarte”.
Las lágrimas llenaron sus ojos cuando se dio cuenta que había sido cruelmente traicionada por una de sus propias amigas. Fue un golpe muy amargo para la joven mujer. No había manera de reunir otros 100 dólares. Nada de valor le quedaba para vender.
Sin embargo, tampoco había tiempo para desperdiciar en lamentos. El último tren de Polonia partía al día siguiente. Después, las puertas a la libertad quedarían clausuradas para siempre. Unos pocos judíos muy pocos realmente se quedaron en Polonia. Había sido su hogar y el de sus padres, abuelos, y antepasados durante siglos. No podían imaginar vivir en ninguna otra parte. Cierto, no había comunidad judía. Pero a aquellos judíos que eligieron quedarse, desafortunadamente, no les importaba. Quizás algún día les preocupe. Quizás, cuando sus hijos crezcan y traigan a casa una shikse polaca como esposa derramen una lágrima de lamento. Pero no pensaban tan adelante. Y por ahora, les parecía bien.
Cyla estaba frenética. Ella y sus niños tenían que abordar ese último tren, pase lo que pase. ¿Pero cómo salir de Polonia sin un pasaporte? Aunque por naturaleza le desagradaba pedir, se acercó al representante del Comité Judío Europeo enviado allí para ayudar a los judíos a abandonar el país. Le contó la historia de lo que había sucedido. “Sé que eres un hombre bondadoso. ¿Puedes ayudarnos?”, pidió con deferencia.
“Puedo ayudarte, pero tendrás que pagarme 100 dólares”, contestó fríamente.
“Pero acabo de explicarte que vendí todo lo que tenía y no me queda nada de dinero”. A duras penas podía evitar sollozar y sólo su dignidad natural le ayudó a no estallar en llanto. Aquí estaba ella, ante la persona cuyo trabajo era asegurar pasaportes para los refugiados, y éste se rehusaba a ayudarle. En ese momento el mundo pareció desierto y desesperanzado. Repentinamente, se irguió y miró al representante a los ojos.
“Si tú no me ayudas, Di-s lo hará”, dijo Cyla.
El representante del CJE se sintió repentinamente curioso.
“¿Qué planeas hacer?”, preguntó.
“Voy en ese tren, con o sin pasaporte. Estoy segura que Di-s me ayudará”, dijo resueltamente.
“Serás arrestada sin un pasaporte. Y no esperes que yo logre tu libertad”, dijo el funcionario, volviendo la espalda a la joven mujer.
Al día siguiente, madre e hijos abordaron el tren. Era un carguero de ganado. Encontraron para sí un espacio sobre el frío piso en el rincón del vagón, usando sus valijas para sentarse. Mientras a sus niños todo les parecía muy divertido, Cyla, sin embargo, no podía relajarse. Por más que lo intentara, no podía pensar en una manera de evitar que se le pidiera el pasaporte. Mientras permanecía sentada envuelta en sus pensamientos, una pareja de mediana edad y refinadamente vestida se le acercó.
“¿Nos harías un enorme favor?”
“Por supuesto”, contestó Cyla amablemente, aunque se preguntaba cómo ella, una viuda indigente, podría ayudar a esta adinerada pareja.
“Tenemos algunos valores con nosotros”, explicó la mujer. “Los funcionarios seguramente revisarán nuestras maletas. ¿Nos dejarías ocultarlos en tus valijas?”
“Por supuesto, puedes hacerlo”, fue la inmediata contestación de Cyla. La hacía feliz poder hacer un favor a un semejante judío. Amigo o forastero, no importaba. Ella comprendía el dilema de la pareja. Los inspectores eran célebres por la agilidad de sus dedos. Si encontraban cosas de valor, frecuentemente se las guardaban para sí. Como ella no parecía tener mucho de valor, probablemente no se molestarían en registrar sus pertenencias.
La pareja introdujo rápidamente varias pequeñas bolsas de alhajas profundamente dentro de sus valijas. Sabían que corrían un riesgo. El inspector podría decidir sí revisar las cosas de Cyla. Luego, también Cyla era una extraña para ellos. No sabían si era honesta o no. Podría llevarse algunas de las cosas para sí misma.
“Psst”, le hizo una señal la amiga de Cyla cuando nadie miraba. “Ahí tienes la solución a tus problemas. Toma una pieza de las joyas y úsala para sobornar al funcionario que verifica los pasaportes”.
“¿Estás loca? ¿Te crees que soy una ladrona? ¡No me pertenecen!”, respondió Cyla en un escandalizado cuchicheo.
“No seas tonta”, replicó su amiga en voz baja. “La pareja sabe muy bien que podrían no volver a ver nunca más sus cosas. Es hefker, sin dueño. Simplemente toma una gargantilla o un brazalete. ¿Qué tan terrible es ello?”
Cyla no estaba dispuesta siquiera a escucharla. “Esa gente me encomendó sus alhajas. ¡El cielo me libre de robarles algo!” Y se rehusó a seguir discutiéndolo más.
(Cuando oí esto de Zalman, no podía menos que preguntarme si Di-s no la estaba poniendo a prueba para demostrar su mérito).
El tren se acercaba a la frontera. Cyla todavía no tenía idea de qué diría cuando se le pidiera su pasaporte. Una y otra vez se dijo a sí misma: “Confío plenamente que Di-s me protegerá. Estoy huyendo de este país por la educación judía de mis niños”.
El tren se detuvo en la frontera. Los pasajeros descendieron con cierta dificultad, endurecidas sus extremidades por la incomodidad del viaje, y parpadeando por el fulgor del claro cielo. Cyla vio de una mirada que no había dónde ocultarse. Estaban en un enorme campo, vacío a excepción de un oxidado y viejo tren. Piensa, se dijo Cyla a sí misma severamente, ¡piensa! Pero ninguna idea vino a su cabeza.
Los guardias fronterizos hicieron formar dos círculos a los pasajeros. El primero era para la gente cuyo pasaporte aún no se había inspeccionado. Después de verificarse sus documentos, iban al otro lado del campo, al segundo círculo. Cyla estaba parada en el primer círculo sujetando las manos de los niños. En unos minutos sería su turno.
Repentinamente, una idea chispeó en su mente. Velozmente se encorvó y dio a sus niños un brusco pellizcón en las nalgas. Ellos gritaron de dolor y sorpresa. Sin derrochar ni un segundo, Cyla los arrastró gimoteando al guardia.
“Discúlpeme, señor”, dijo con la respiración entrecortada, “tengo una emergencia. Mis niños necesitan ir al baño”.
Los niños lloraban tan fuerte que el guardia apenas la podía oír.
“Anda”, la despidió con un gesto de la mano, volviendo al control de los pasaportes.
“Corramos rápido”, susurró Cyla a sus hijos. Sosteniendo firmemente a los niños, Cyla se lanzó detrás del viejo tren vacío. El guardia pensará que buscaba un lugar para que sus hijos se aliviaran y no le resultará sospechoso. Bueno. Corrieron toda la longitud del tren. Saltando encima de las vías, salieron del otro lado del campo, justo al lado del segundo círculo donde se paraba la gente cuyos pasaportes habían sido autorizados.
Arrastrando a sus hijos detrás de sí, Cyla se acercó al círculo. Repentinamente apareció un funcionario y le bloqueó el camino. “¿Dónde está tu pasaporte?”, exigió.
Sin pausa, Cyla señaló al alto hombre en el otro extremo del círculo. “Ese es mi esposo, allí. El ya te mostró nuestros pasaportes”, dijo. Di-s había puesto la respuesta en su boca. ¿De qué otra manera puede explicar ella cómo se le ocurrió la respuesta? Sin esperar a que el funcionario contestara, se dirigió al otro lado del círculo y se paró junto al alto forastero. Cuando el oficial se fue, Cyla respiró de alivio. Ahora estaban seguros. Ella y los niños no serían enviados de regreso a Polonia. Podría criarlos en un ambiente judío y jasídico.
El tren de carga con sus pasajeros continuó tambaleante cruzando un país tras otro a medida que se dirigía a la Europa Occidental. Cuando el tren se detuvo en un pueblo de Austria, Cyla cayó presa de una alta fiebre y tuvo que ser internada en un hospital manejado por los alemanes. Se le diagnosticó una infección en la sangre. Después de unos días, el tren estaba listo para reanudar su viaje. Cuando todos volvían a abordar el tren y se preparaban para la próxima etapa del viaje, Cyla casi fue olvidada en el tumulto. Una persona de su grupo, Moshé Krasniansky, sin embargo, la recordó y, tomando prestando un jeep, aceleró al hospital. Cuando Moshé vio en qué condiciones estaba, le aconsejó quedarse allí.
“Nosotros cuidaremos de tus niños mientras permanezcas aquí y te recuperas”, le dijo.
Pero pese a lo enferma que estaba, Cyla insistió en ir. “Mis niños son todo lo que tengo en el mundo. No me separaré de ellos. Voy con ustedes”, dijo firmemente.
Apoyándose en Moshé, salió de su sala en el hospital. Pero antes de llegar a la salida, aparecieron las enfermeras y los médicos alemanes.
“¿Dónde están yendo?”, preguntaron, sorprendidos.
“Tengo que irme. Mi tren está partiendo y no quiero separarme de mis niños”, explicó Cyla.
“No puede irse”, dijeron. “Está demasiado enferma”.
Pero Cyla ignoró sus protestas y amenazas. Firmó un papel que liberaba al hospital de toda responsabilidad y salió.
Llegaron al tren apenas unos segundos antes de la partida. Ahora que estaba nuevamente junto a sus niños y amigos, Cyla recobró rápidamente su fortaleza.
Finalmente el largo viaje llegó a su fin. Los pasajeros fueron ubicados temporalmente en un Campo de Desplazados (DP) en Alemania. Zalman recuerda cómo él y Efráim estudiaron Jumash en el jéder del campo. La gente era feliz de estar viva, feliz de estar junta. Cada grupo de judíos vivía separadamente en sus cuarteles, judíos rusos con otros judíos rusos, húngaros con húngaros, Lubavitchers con Lubavitchers. Después de dos años la familia se mudó a París donde los muchachos se matricularon en una Ieshivá y donde Cyla volvió a casarse.
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