Mis padres no eran considerados lo que hoy llamamos "religiosos", sin embargo me transmitieron los más preciosos valores que poseo. Debido a las divisiones que azotan a la comunidad judía tanto entre los distintos grupos dentro del mundo observante como la separación entre judíos seculares y religiosos, estoy particularmente agradecido por todo lo que mis padres me legaron.
Tenía 36 años cuando empecé a estudiar Torá por primera vez en mi vida. Mi rabino siempre enfatizaba "Un judío es siempre un judío". El machacaba siempre el concepto que los judíos somos una gran familia. Cuando yo criticaba ciertas situaciones o personas judías, el me hablaba de lealtad, el tipo de lealtad que existe en una familia, una lealtad que va mas allá del intelecto y el juicio.
Mis padres vivían este concepto de lealtad. Nosotros éramos una familia que estaba siempre por el otro y, más importante todavía, aceptábamos al otro como era, a pesar de que podíamos no estar de acuerdo.
Nadie puso a prueba la tolerancia de mis padres más que yo, siempre yendo contra la corriente. Recuerdo una vez que estuve en huelga de hambre por una injusticia, acampe con un grupo de manifestantes frente a la Municipalidad de la ciudad de Chicago, eran cerca de las 11:30 de la noche y estábamos cantando una marcha acerca de los derechos humanos. De repente levante la vista y vi a mi padre aproximarse. El sonrió, caminó hacia nuestro grupo y se unió en nuestro canto de protesta. Mi padre era una persona apolítica. El no participaba de protestas, a el no le gustaba que yo participara de protestas.
"¿Qué haces acá?" Le pregunte sorprendido.
"Vine a ver como estabas" me respondió. Mi padre no se quedo mucho tiempo, pero fue suficiente. Nunca voy a olvidar esa noche. Eso fue un acto de lealtad.
En un viaje de Nueva York a Israel hace unos meses, me senté junto a un israelí secular que aparentemente no tenía gran estima por los judíos religiosos. Durante las primeras horas del viaje, encontramos tópicos de conversación neutros y entablamos una relación.
Eventualmente, fuimos llegando a puntos más álgidos en nuestra conversación. ¿Discutimos? Un poco. Pero la mayor parte del tiempo nos escuchamos. Los dos nos dimos cuenta que este viaje representaba una oportunidad para conocer al otro. Los dos estábamos llenos de interrogantes. Estábamos viajando al desconocido mundo del otro. Nos dimos cuenta que para poder llevar a cabo este recorrido era necesario ponernos a nosotros mismos de lado y tratar de ver el mundo desde los ojos del otro.
No llegamos a un acuerdo. No buscamos influenciar al otro para que piense como nosotros. Pero aprovechamos esta oportunidad única de experimentar el punto de vista del otro hacia la vida.
A lo largo del viaje reconocimos nuestro punto de conexión como judíos y en nuestro caso especifico como judíos en Israel.
No hubo un resultado en nuestra conversación pero supimos que en el anonimato del viaje dos judíos con formas de pensar muy distintas se unieron.
No lo volví a ver mas; no creo que lo reconozca si me lo cruzo en la calle. Yo se que el va compartir esta experiencia con su esposa y amigos, y sospecho que si lo hace, su experiencia fue similar a la mía. En las semanas siguientes noté que cuando se discutía política israelí o sobre las divisiones entre religiosos y seculares, experimentaba la extraña sensación de que lo estaba escuchando a él. Las discusiones tomaron un nuevo sentido. Frases y respuestas que siempre consideraba asumidas se transformaron en frescas y vibrantes. Me encontré en la maravillosa situación en que las contradicciones de la vida, si en lugar de enterrarlas debajo de una pila de preconceptos y prejuicios, se las deja florecer, prometen esperanza y reconciliación.
No cambie mi modo de pensar ni mis principios, por el contrario cobraron vida. Se recargaron de curiosidad con un nuevo sentido de propósito. El estancamiento que deviene de la certidumbre se energizó, incluso se volvió un poco caótico. Con la ayuda de amigos y maestros, reexplore conceptos que se habían oxidado por el habito. En lugar de verse amenazados, mis principios se fortalecieron, se hicieron más dinámicos y vivos que antes.
En esas pocas horas de unión entre un judío y otro, una unión cuyo único punto en común era el alma judía que nos unía, no encontré la solución para la división que flagela a nuestro pueblo. Solo vi una posibilidad, una abertura por la cual podemos llegar a entendernos. Este entendimiento no requiere que hagamos desparecer nuestras diferencias sino que las trascendamos.
Ya que fue sólo un vistazo de esta posibilidad no la puedo articular correctamente. Lo único que sé es que esta posibilidad tiene como requisito, el reconocimiento inamovible de nuestro pueblo como una familia, la lealtad que poseemos y el alma única que compartimos.
Extraño a mis padres, reflexiono sobre los valores que me enseñaron con su manera de enseñar, sin enseñar, recuerdo que con los miembros de la familia no hay esa necesidad de convencer o influenciar, de ganar o perder. Puede no haber solución aparente para las diferencia entre padres e hijos, o hermanos. Pero siempre, debemos saber que como miembros de la familia, a través de la lealtad, el apoyo incondicional y la conexión irrompible con el otro, podemos superar cualquier cosa.
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