La pequeña habitación verde podía albergar tres, tal vez cuatro personas. Había un escritorio, algunas sillas, un rabino y una colección de libros apoyados en el umbral de una ventana de vidrio, que daba a una calle muy transitada. Fue aquí que me puse tefilin por primera vez hace veinte años. Y por los siguientes dos años, era aquí, una vez por semana, los martes en la tarde, que experimentaba el más profundo y transformador despertar espiritual.

Era la clase de Tania.

El rabino leía el texto en voz alta con una tonada magnética. Su monólogo era tan hermético y cohesivo que nadie lo interrumpía. Para mí era pura revelación.

Cuando lo escuchaba, las palabras parecían entrar a través de la totalidad de mi cuerpo, no sólo por mis oídos. Ellas entraban y se alojaban en un lugar reservado para ellas, como piezas diminutas de un rompecabezas que encuentran el justo espacio tallado para encajar en las dimensiones exactas de la palabra. Luego las palabras se amoldarían como pequeñas piezas de lego formando frases, párrafos y conceptos. Y cuando lo hacían, ocurrían mini-explosiones, pequeñas descargas de energía que estremecían mi mente y mi cuerpo.

Mi concentración a las palabras del rabino era tan absoluta, tan visceral, que mi mente no tenía ninguna chance de hablar. Preguntas, análisis, desafíos —todo parecía irrelevante. Había una aceptación completa y una experiencia del tipo "¡ahhhhhh!" —momento mágico en el cual todas las contradicciones interiores hallan simplemente un punto de unidad que hasta ese momento parecía imposible.

Mi comprensión creció a tal profundidad que yo entendía lo que hablaba y simultáneamente me sentía entendido por completo. Yo raramente hablaba, sin embargo me sentía escuchado. Aunque los conceptos eran nuevos y el idioma extraño, las palabras reflejaban algo que parecía que siempre había sabido, pero nunca supe que sabía. Sin tener que revelar quién era, las palabras me describían enteramente. El resultado era un sentido de fusión en una conciencia mayor, un sentimiento de que poseía una individualidad y, a un nivel más profundo, no tenía individualidad en absoluto. Las palabras penetraban a una coyuntura de mi personalidad que era completamente impersonal, y al mismo tiempo tan profundamente personal, que mi corazón se entibiaba mientras escuchaba y a menudo brotaban lágrimas de mis ojos.

El Midrash nos dice que cuando Di-s habló los Diez Mandamientos en el Sinai, no había eco de la voz Divina. El Rebe de Lubavitch explica que esto era porque no había resistencia a las palabras de Di-s. Los Diez Mandamientos penetraron tan profundamente en cada hendidura de la creación que no había superficie alguna para que las palabras rebotaran para crear un eco.

De la misma manera, sentía que las palabras del Omnipotente entraban en mí durante aquellas sesiones de martes por la tarde. Era como si el Omnipotente hubiera llenado de revelación y verdad dentro de mí. Parecía que Él había simplemente sorteado todas mis barreras —mis oídos tapados, mi mente cínica y defensiva—y puesto Sus joyas en mi corazón.

No había ecos en ese pequeño cuarto verde.

Más tarde, luego de que dejaba ese cuarto y volvía a mi estado normal, reflexionaba sobre las palabras y conceptos que había escuchado allí. Repasaba, con mis facultades intelectuales intactas, lo que había aprendido. Pero algo en mi proceso de pensamiento había cambiado. Antes, yo me acercaba a ideas e información nuevas con cierto grado de escepticismo y cinismo. Aprendía desde una actitud de "¿a ver las pruebas?" que había desarrollado durante años de palabras vacuas y revelaciones falsas, y haber leído tantos libros llenos de experiencias ilusorias de descubrimiento personal.

Pero ahora, abría los libros con una simple meta: entender mejor. La verdad de lo que se estaba diciendo no estaba en cuestión. El único desafío era entender bien la verdad, permitirle llegar más profundo en mi ser, y encontrar el valor para transformar mi vida de acuerdo con ella.

Yo sé ahora que escuchar las palabras de Di-s, de manera tan incondicional, es un raro regalo —una demostración momentánea de bondad Divina. Como tantos otros, antes y después de mí, recibí durante esos dos años eso que el jasidismo llama "un despertar de Arriba". El Omnipotente me había dado un vislumbre —aunque profundo —de un tesoro que era mío. Pero a continuación de este despertar vino la demanda de mi propio trabajo. El tesoro estaba lleno con el conocimiento y sabiduría más sublimes —pero finalmente yo tendría que trabajar para poseerlas.

Entusiasmado con este despertar de Arriba, Di-s había sembrado alrededor de mi cinismo, mi desconfianza, y todas las actitudes contrarias, valores y juicios que me habían formado durante mi vida. Pero Él no estaba satisfecho. Él exigía ahora que yo vuelva atrás y refine cada uno de éstos. Ahora dependía de mí asegurar que la luz que Él había puesto tan brillante dentro de mí, fuera usada para iluminar cada rincón restante de oscuridad.

Y así, empecé a escuchar Sus palabras, sin los ecos de las muchas capas que constituían la totalidad del ser en que me había convertido.

Después de haber oído sin estas resonancias, estos ecos ahora son inequívocos. Como una trompeta, cada eco se ha vuelto una llamada a la acción; como un candil, cada eco ilumina un área de mi vida que requiere transformación; como una señal, cada eco indica otra senda hacia mi alma interior. En el murmullo más suave, cada eco anuncia la puerta al lugar dentro de mí, donde siempre he oído sin ecos, donde el tesoro siempre ha sido mío.