Cuando tenía unos nueve o diez años, recibí mi primera lección seria de filosofía jasídica… aunque, por supuesto, en ese momento no lo sabía.
Por aquel entonces, solía pasar los domingos por la tarde con mis amigos en el cine, viendo dibujos animados. De entre los cientos que habré visto, hay uno que aún permanece vívido en mi memoria.
El protagonista era un pequeño pájaro ágil e ingenioso: el Correcaminos. Su antagonista era un coyote hambriento, persistentemente torpe.
La caricatura repetía, una y otra vez, los fracasados intentos del coyote por capturar al escurridizo Correcaminos. En una escena en particular, el pájaro corre hasta el borde de un precipicio y se esconde tras una roca.
El coyote, tan absorto en la persecución, no se percata del abismo y continúa corriendo… hasta que queda suspendido en el aire.
Sigue avanzando, sin darse cuenta de que ha perdido todo soporte, desafiando las leyes de la física. Solo cuando se detiene, mira hacia atrás y ve al Correcaminos observándolo desde el borde, comienza a comprender su situación.
Lentamente baja la mirada y, justo entonces —al volverse consciente de su falta de base— cae al vacío.
Durante años consideré esa escena como una simple broma animada. Solo con el tiempo, y tras adentrarme en el estudio del Jasidut, entendí que encerraba una poderosa enseñanza.
El coyote no cae por estar en el aire, sino por darse cuenta de que está en el aire. Mientras no reconocía la imposibilidad de su situación, seguía avanzando sin dificultad. Fue su conciencia limitada la que lo hizo caer.
La lección es clara: cuando uno no se rinde ante las limitaciones de lo material, puede trascenderlas. Solo al “mirar hacia abajo”, aceptando los límites como absolutos, se desmorona.
Este mensaje ha sido el corazón del pueblo judío desde sus albores, hace más de 3300 años.
Nuestro patriarca Abraham lo entendía con una claridad absoluta. No respondía ante ningún poder terrenal, no temía a nada ni confiaba en nadie más que en el Todopoderoso.
El fuego no podía consumirlo, ni el agua podía arrastrarlo, porque él no reconocía en esos elementos un poder independiente.
No era un hombre que viviera esperando milagros; simplemente no se dejaba impresionar por lo superficial. Su atención estaba fijada en lo Alto, en su misión, en su Creador.
Y como nunca miró hacia abajo… nunca cayó.
Somos sus descendientes. Como individuos y como pueblo, no estamos atados a los límites naturales. Nuestra mera existencia es un milagro —algo que incluso los historiadores reconocen, aunque lo hagan a regañadientes.
No estamos sometidos a ninguna fuerza que no sea Di-s mismo. Y Él nos ha dotado con una capacidad única: la de ver a través de las restricciones, obstáculos e ilusiones del mundo físico, y percibir el propósito Divino detrás de todo.
Tenemos el “ojo que ve”, como dice el versículo en Proverbios (20:12): “El oído que oye y el ojo que ve; ambos los ha hecho el Señor”.
Sin embargo, nuestro mayor desafío es el enfoque. Nos distraen las apariencias, nos dejamos llevar por imágenes seductoras, nos atrapan preocupaciones, temores y deseos que, en realidad, carecen de fundamento.
El antídoto a esta visión nublada es el jasidut.
A través de su perspectiva, se nos brinda una visión más profunda y clara, que nos permite atravesar la oscuridad del galut —nuestro exilio físico y espiritual— y revelar el sentido y la intención Divina incluso en los aspectos más mundanos de la vida.
Con esa luz, tantas experiencias que antes parecían vacías, cobran un nuevo significado. •
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