Hace algún tiempo asistí a una celebración familiar, de ésas a las que de niño tuve el privilegio de ser iniciado y que hoy forman parte de uno.

En un apartado platicábamos con un grupo de personas, todas allegadas desde siempre. Mientras la conversación discurría sobre temas múltiples, quizás algo impersonales, pero no por ello irrelevantes, irrumpió en el salón mi primo Bernardo1 -hay discrepancias sobre su verdadera condición: algunos le llaman tío, aunque él reniegue de esa condición- y sin mayores prolegómenos lanzó la pregunta sin miramientos, a quemarropa, en el estilo frontal que le caracteriza:

- ¿Es cierto que simpatizas o adhieres a las actividades de Lubavitch en el Uruguay?

Se hizo un silencio sepulcral. Existen quienes opinan que la pregunta deslizaba un matiz inquisitivo. La tensión dominó el ambiente y el aire se podía cortar con una tijera. (Si el lector me permite la reflexión, hay temas que por alguna razón -vaya uno a saber por qué- tocan fibras íntimas, diría sensibles. Y agrego: la vida fuera de las murallas académicas, fuera de los gabinetes del estudio y del ascetismo, nos expone continuamente a cuestionamientos de todo tipo. Ahora sé que la adhesión a Jabad tiene su precio2. Los misterios del alma humana no dejan de ser insondables).

- Creo que sí, respondí, no sin temor de haber cometido alguna suerte de sacrilegio del cual no era consciente.

- ¿En tu casa eres kasher?

- Sólo el pollo.

- Entonces hay en ti una contradicción que quisiera ver esclarecida.

Sentí que estaba sentado en el banquillo de los acusados, rindiendo examen, oral y público, ante un jurado tan exigente como expectante.

A pesar de que esta clase de ping pong de preguntas y respuestas me acompañan desde tiempos pretéritos -me pregunto si acaso de alguna manera no ejerzo cierta atracción hacia ellas (acaso involuntaria, no lo sé, pues no dejan de ser una fuente de inspiración)-, el interrogatorio no dejó de tirarme contra las cuerdas.

Cual boxeador herido que se defiende como puede, ensayé los primeros argumentos (¿justificaciones?) que vinieron a mi mente. Conjeturé que de una doctrina de vida, nada impone asumir o tomar algunos aspectos más que otros que quedan relegados. Invoqué que para quienes asumimos la Torá como un postulado ético fundamental, que como tal no requiere de demostraciones, seguramente sería preferible cumplir con algunos preceptos, ante la alternativa de no cumplir lisa y llanamente ninguno. Recordé las expresiones que alguna vez había leído aquí en nuestro medio: no hay dos judíos cuyo judaísmo se manifieste exactamente de la misma manera, y no por ello dejan de ser judíos. No descarté que afinidades (esencialmente personales y acaso intelectuales) también pudieran jugar su papel atrás de todo esto. Aventuré, por fin, que mi conducta sería tan contradictoria e hipócrita como la de tantos feligreses de otras tantas comunidades observantes, cuya pretendida ambivalencia transcurría sin mayores sobresaltos, sin estar sujetos a idénticos cuestionamientos.3

Estas y otras cavilaciones (¿esenciales? ¿las hay?) deambulaban por mi psique abolida cuando di a parar con la última entrega de Kesher, su Nº 29.

Ahora todo se me hacía prístinamente claro, sorprendentemente elemental. Me refiero a dos excelente notas que allí se recogen, "El Alma del Arte" , y muy especialmente la que lleva el sugestivo título "¿Está Bien Ser Hipócrita?" (Moshé Goldman,)

Aun a riesgo de fatigar al laborioso lector, no resisto la tentación de transcribirlas, aunque más no sea parcialmente:

"Los seres humanos están fragmentados y son ambivalentes, vacilan entre los extremos y son sacudidos por los conflictos. (En cambio) los ángeles (y sólo ellos) son criaturas sin defectos, sin imperfecciones, perfectas "tomas fotográficas" de las realidades espirituales"

No menos elocuente, Moshé Goldman se expresa ante la consulta de quien se siente hipócrita usando "tzitzit" cuando al mismo tiempo utiliza su vehículo en Shabat: "Nosotros los seres humanos estamos llenos de contradicciones, empezando por el hecho que nuestra propia existencia es una unión de opuestos: un compuesto de cuerpo y alma, espiritualidad y materialidad (…) D-os nos dotó con una naturaleza paradójica y contradictoria, (…) nuestra misión no es ser perfectos (…) Sinceramente, no podemos decir que esto es hipocresía. Es ser contradictorio. Y la única persona que no es contradictoria es la que está enterrada"

¿Hay algo más que se pueda agregar?

La conversación que sigue es reciente. Mi apreciado interlocutor de turno es Arturo, un auto-denominado "hereje" ("apikoros", diría mi devota Abuela Jache, con su acostumbrado desdén hacia quienes por cualesquiera razones insinuaban apartarse del redil).

- En éste último Iom Kipur ayuné, por primera vez en los últimos quince años.

- ¿Puedo considerarlo un logro personal? Indagué entonces, no sin cierta dosis de indisimulada vanidad.

- Lo es.