Algunos niños miran televisión. Algunos juegan juegos de video. Otros leen una revista de historietas o una novela. Para mis hijos no hay mejor cosa que pasarse horas escuchando historias sobre como era yo cuando era niña. Especialmente disfrutan escuchar sobre mi más vívida imagen de una tardía tormenta de nieve en el marzo canadiense, la noche de mi Bat Mitzvá...

Parada en el porche, mirando hacia arriba, observaba fascinada una cortina húmeda con un sin fin de copos de nieve cayendo. Danzando en círculos, intenté seguir el ritmo de la maravilla que se arremolinaba alrededor mío mientras la naturaleza parecía compartir mi contagiosa excitación. Preguntándome qué tenía la nieve gruesa y fresca que hacia que todo el mundo se callara repentinamente, disfrutaba la profunda quietud y paz mientras anticipaba la llegada de mi abuelo.

De repente la puerta de casa se abrió y la voz de mi madre rompió mi ensueño.

“Batia, te estás mojando. Te vas a resfriar. ¿Qué estás haciendo ahí afuera en la oscuridad? Ven adentro, tu cena de cumpleaños está casi lista”.

“Estoy esperando a Saba (abuelo)”, respondí. “No podemos empezar sin él”.

“¿No ves que hay una tormenta de nieve?”, preguntó. “Los caminos son peligrosos, los ómnibus hace horas que no están trabajando, hasta las líneas telefónicas están rotas. No va a poder llegar hasta aquí”.

“Él está viniendo. Él dijo que iba a estar aquí para celebrar conmigo mi Bat Mitzvá y va a venir. No podemos empezar sin él”, insistí.

“Por favor Batia”, imploró mi madre, “Ya tienes doce años, es hora que crezcas. Sé madura y comprende que suceden cosas y por lo tanto no siempre es posible cumplir aun con las promesas mejor intencionadas”. Dándose vuelta volvió a entrar a la casa.

Inhalando el claro y limpio aroma del aire, dejé que el silencio me confortara y los copos de nieve me abrazaran. ¿Por qué tenía que crecer si eso significaba comprender que la gente puede no cumplir con su palabra? ¿Nada era sagrado? En ese caso, era preferible quedarme como una niña. Los cristales de nieve, brillando como un millón de diamantes desparramados, me tentaron y no pude resistir acostarme y formar ángeles de nieve en la nieve recién caída. Riéndome tontamente cuando un copo de nieve entró en mi nariz, me senté.

Entonces, de repente, allí estaba él a la distancia caminando con pesadez a través de la fuerte ventisca de nieve: alto, tan alto que casi todos tenían que admirarlo, hombros anchos, sólido como una roca. Su brillante campera larga negra, sombrero de fieltro y barba de sal y pimienta encajaban perfectamente con el blanco y negro del paisaje. Tropezando, me esforcé para hacer mi camino hacia la entrada cubierta de nieve para recibirlo. Él no era de los que sonríen gratuitamente, por lo que la sonrisa que me dio cuando me vio me calentó por dentro. Sosteniéndome con sus manos robustas, me agarró antes que me resbalara y cayera. Abrazándolo, respirando el aroma de su ropa de lana mojada, me sentí segura.

“¡Estás aquí! ¡Sabía que vendrías!” lloré, con lágrimas de alegría corriendo por mis mejillas.

“Por supuesto”, respondió con su voz tranquila y resonante. “Dije que vendría. Ahora celebremos tu importante cumpleaños”. Mirando a su cara vi una expresión de humor y brillo en sus profundos ojos azules detrás de su solemne expresión de cara de póker.

La puerta se abrió de golpe a los gritos sorprendidos de mis hermanos gritando “¡Saba esta aquí!” y a los aromas que hacen agua a la boca de la cena gourmet que emanaban de la cocina.

Mientras mi padre ayudaba a mi abuelo a quitarse su ropa y botas mojadas, mi madre se dirigió a mi abuelo y dijo: “Tuviste que caminar kilómetros en está terrible tormenta para llegar aquí. Es peligroso, no tendrías que haberlo hecho. Ella hubiese comprendido si no llegabas”.

Mi abuelo la miró y le dijo simplemente “Cuando le dices a un niño que vas a hacer algo, lo haces. Sin excusas ni peros.”