Caminaba por la nueva tienda de artículos para el hogar que se había abierto cerca de nuestra casa, cuando vi un reloj de pared con los mismos colores que mi hija menor había usado para pintar su cuarto unos meses atrás. Mientras me dirigía hacia la caja sosteniendo el reloj cuidadosamente, la llamé para mostrárselo.

Hubo un breve silencio, y entonces pude oír su voz sonriente diciéndome “Ma, ya no lo necesito. Recuerda, en dos semanas, me caso, y los colores de nuestra casa nueva son completamente diferentes a estos”.

Me quedé parada como una tonta, unas lágrimas caían por mis mejillas. ¿Me había olvidado? Por supuesto que no, todo lo que hacía y compraba en esos días era para preparar su boda y su futuro hogar. Pero por un segundo, cuando vi el reloj, se me escapó de la mente. Su respuesta, por alguna razón, me hizo caer en la cuenta de que, realmente, mi bebé se estaba casando.

El síndrome del nido vacío es un fenómeno muy conocido, pero nunca se te ocurre que te puede pasar a ti. A pesar de que mi familia siempre fue la parte más importante de mi vida, y siempre estuve en casa para mis hijos cuando eran pequeños, durante los últimos diez años trabajé fuera de casa ‒y también adentro‒ de manera independiente, así es que también tengo un montón de intereses afuera del hogar y de la familia, pero aún así...

Ya no tendré que hacer compras para ella, pensar en lo que le gusta o no cuando cocino ni asegurarme de que siempre haya una reserva de golosinas y bocadillos para las noches, cuando vienen sus amigas. No tendré más que recordarle que los cuartos no se recogen solos y que para que la ropa limpia llegue a su placard, antes tiene que llegar la sucia al cesto de ropa para lavar.

De igual modo, muy pronto, me levantaré los viernes a la mañana y tampoco me encontraré con la mesa de shabat preparada y con los bizcochos todavía calentitos de las horneadas de medianoche. Su canto ya no llenará más la casa, y sus músicas preferidas ya no nos acompañarán mientras preparamos juntas las ensaladas y acompañamientos para la comida de shabat los viernes por la tarde.

Ella siempre fue la más animada de nuestras seis hijas. Para el momento en que nuestro hijo llegó a la adolescencia, él ya estaba fuera de casa camino a la yeshiva; cuando nuestra hija mayor y luego la segunda llegaron a la adolescencia, mi marido y yo decidimos invertir en otra línea telefónica para que pudiéramos tener, al menos, una oportunidad de recibir llamadas ocasionales. Pero durante los últimos años, se podía ver a la menor dando vueltas por la casa con un teléfono en cada oído y un celular en altavoz para poder hacer con sus amigas las propias llamadas en conferencia.

Yo sabía que casar a nuestra hija menor sería, emocionalmente, más difícil que los otros casamientos. Rezamos siempre para que nuestros hijos pudieran encontrar a la persona correcta con quien pasar el resto de sus vidas, pero cuando el último se casa, sabes ya que nada más será igual.

Antes de que ocurrieran los otros casamientos, solía pensar qué diferente sería la vida de este hijo o hija de ahora en más. Pero esta vez, pienso qué diferente será nuestra vida.

Antes de que se comprometiera mi última hija, me preocupaba de no estar, tal vez, rezando de todo corazón para que ella encuentrara su pareja. Quizás, una parte dentro de mí quería que se quedara en casa un poquito más, y eso estaba impidiendo que mis plegarias llegaran a su objetivo final. Pero luego, me di cuenta de que el verdadero casamentero celestial sabe lo que está haciendo, y que yo no tengo, de cualquier manera, el control; así que debía dejar de preocuparme.

Cuando nuestra anteúltima hija se casó, hace cuatro años, le dije a la menor que llevara una amiga al casamiento para que no se sintiera tan sola. Durante los últimos años, el círculo de hermanos se había achicado gradualmente, y ser la única hija en casa sería un shock. Ella no lo veía necesario, pero el día de la boda, estuvo contenta de haberlo hecho.

En esta oportunidad, otra de mis hijas me llamó el día antes de la boda y me dijo “Ma, vamos a ir a dormir a tu casa después del casamiento. Y que ni se te ocurra detenernos o decirnos que no lo necesitas, vamos a ir y eso es todo”.

Los otros hijos y nietos prepararon las escobas para el mezinke (En idish para “el hijo menor”), el baile tradicional con las escobas para “barrer” al último de la casa en la última fiesta de casamiento, la idea me parecía más bien descorazonada como si estuviéramos contentos de deshacernos de nuestros hijos. Pero nunca me di cuenta de lo rápido que llegaría nuestro turno; y no importa los sentimientos mixtos que teníamos al respecto, nadie, incluso y especialmente la joven novia, quedó fuera del baile.

La música comienza, la melodía es conocida, el novio se acerca para poner el velo sobre el rostro de la novia. Esta es la sexta vez que tengo el privilegio de pararme al lado de una de mis hijas en el día de su boda mientras rezo para que a los dos se les conceda una vida y un hogar de Torá y ayuda a los demás; un hogar de felicidad, buena salud, amor mutuo y respeto, y que sean bendecidos con muchos hijos.

Mientras el novio gira hacia nosotros, su rostro irrumpe en una sonrisa amplia incontrolable cuando ve a su novia. Miro a mi hija y veo cómo sus ojos aguados se encienden cuando le devuelve la mirada y sonríe, y recuerdo la última e “interminable” semana durante la cual ‒como marca la tradición‒ no se han visto ni hablado.

Mi marido se adelanta para bendecir a nuestra hija por la última vez como una muchacha soltera, antes de que ella camine hacia el palio nupcial y la nueva vida.

Tal vez, mañana sentiré el nido vacío, pero esta noche mi corazón está lleno de gratitud hacia el Maestro de los Casamenteros por haber respondido una vez más a nuestras plegarias.