La respuesta es muy simple: lo espiritual es aquello que no es físico. Esto no nos sirve de mucha ayuda, a menos que definamos qué es lo “físico”.

Hay gente que dice que lo “físico” es todo lo que uno puede ver, oír, oler, saborear o tocar. Esto es ciertamente relativo, ya que con los cinco sentidos, por ejemplo, no puedo percibir las ondas de radio ni cualquier otra forma de energía electromagnética fuera del espectro de la luz. ¿Acaso eso significa que las llamadas de teléfono son medios espirituales? o ¿que mi horno microondas cocina usando la espiritualidad?

Otro ejemplo, veo un arco iris. ¿Acaso el arco iris es algo físico? ¿Los colores son algo físico? ¿Los colores que el ojo percibe por ilusión óptica (como la franja verde que aparece cuando se colocan en forma contigua el azul y el rojo) son algo físico?

Entonces, tal vez una mejor definición de lo físico sea “aquello que puede medirse”. No podemos medir las ondas de radio, la gravedad ni las fuerzas nucleares. No podemos oír infrasonidos (sonidos a frecuencias muy bajas) ni ultrasonidos (sonidos a frecuencias muy altas). No podemos palpar el aire enrarecido con nuestro sentido del tacto. Pero todo esto puede medirse, por lo menos, en forma teórica.

La espiritualidad es aquello que elude la medición discreta.

Por lo tanto, lo “espiritual” es aquello que escapa a la medición discreta. ¿Alguna vez trataste de medir grados de amor? ¿O categorizar una idea en forma precisa? Podemos ver los síntomas y los efectos de todo esto, pero no podemos medir las emociones ni las ideas propiamente dichas. No porque no contemos con las herramientas necesarias, sino porque ellos, inherentemente, escapan a toda forma de medición. Son esa clase de cosas que, según se lamentan exasperados los sociólogos y los psicólogos, “son las que más cuentan pero no pueden contarse”.

Si estás leyendo esto, muy probablemente estés con vida. La vida es algo inherentemente esquivo. Cuando decimos que algo está con vida, queremos decir precisamente eso: que en este momento no es igual a como era un momento antes. Es algo que constantemente elude toda forma de definición; algo que se trasciende a sí mismo. Las plantas están vivas porque crecen. Los animales constituyen otro nivel de vida todavía más elevado, porque se mueven a voluntad, por su propio razonamiento. Los seres humanos son aún más esquivos, porque salen de sí mismos al comunicarse con los demás.

Es por este motivo que la metáfora más usual para lo espiritual es la luz. De todos los fenómenos físicos, la luz es la más esquiva. La luz no se ve. Solamente se ven los objetos en los cuales ella se refleja. No es algo que podamos sostener con las manos, ni oír con los oídos, ni saborear, ni oler.

La luz es la metáfora física más cercana que tenemos de la espiritualidad.

Resulta fascinante que ni siquiera la tecnología más avanzada es capaz de proporcionarnos una medida perfectamente discreta de luz. La mecánica cuántica, que es quizás la teoría física más exitosa que alguna vez se haya elaborado, establece que es imposible proporcionar tanto la posición como la velocidad de un fotón de luz (o cualquier partícula de energía, para el caso). No porque no contemos con herramientas suficientemente buenas, sino porque esa medición simplemente no existe. Un fotón de luz tiene una velocidad discreta sin una posición discreta o una posición discreta sin una velocidad discreta, pero no ambas.

La luz, hay que decirlo, sigue siendo algo físico. Pero es lo más cercano a la forma espiritual que podemos encontrar en nuestra experiencia.

¿La espiritualidad es algo científico?

Si la espiritualidad es un elemento tan esencial de la experiencia humana, entonces, ¿por qué parece que la ciencia contemporánea la ignora (y algunos científicos hasta niegan su existencia)?

La ciencia moderna trata de todas las cosas que pueden medirse. Todavía no se han desarrollado herramientas que traten con métodos científicos las cosas que no se pueden medir. Esto nos plantea grandes problemas, porque tratar de entender el universo con herramientas que miden solamente cantidad pero no calidad es algo extremadamente restrictivo.

Podemos hablar del tiempo en términos métricos, pero ¿ cómo medimos la calidad del paso del tiempo según lo que experimenta el ser humano?

Podemos hablar de colores en términos de frecuencias de ondas de luz y sus combinaciones, pero eso sigue estando muy lejos de la experiencia que tiene el ser humano del color, que cambia a través del día según el estado de ánimo y otros factores.

Podemos hablar de neuronas que transfieren información que se imprime en forma electroquímica en el cerebro. Pero ¿qué podemos decir de la experiencia de percibir esa imagen en la mente? ¿Qué hay respecto de los qualia de la conciencia humana? ¿Cómo podemos siquiera decir que entendemos el universo que observamos cuando no tenemos modo científico de analizar el acto de la observación humana? ¿Cómo podemos afirmar siquiera que somos capaces de entender algo cuando no encontramos ninguna relación entre ese algo y la experiencia interna de ser humano?

Las cosas que más cuentan son aquellas que no pueden contarse.

Si bien no sabemos qué es la espiritualidad, todos la vivimos en forma constante. El profundo conocimiento que sí tenemos de lo espiritual es a través de los individuos especiales que son capaces de tener experiencias vívidas de aquello que el resto de nosotros no podemos experimentar. Podemos comparar estas experiencias entre sí, analizarlas y tratar de construir nuestras ideas en base a ellas.

La Kabalá contiene mucho de este debate y los kabalistas clásicos elaboraron sistemas muy rigurosos para estudiar estas ideas. La tradición judía, al igual que la científica, es fuertemente acumulativa y lenta, pero va construyendo, cuidadosamente, más y más conocimiento en base al confirmado en el pasado.

Es probable que un día, tal vez en un futuro cercano, encontremos formas de incluir dentro del estudio científico aquello que no es físico. Hasta ese momento, sería una tontería pensar que lo que no puede contarse simplemente no cuenta.