En 1980, por solicitud de la comunidad judía local, encabezada por el señor Sami Rohr, el Rabí Yehoshua Biniamin y Rivka Rosenfeld fueron enviados por el Rebe de Lubavitch, Rabí Menajem M. Schneerson, de bendita memoria, a Bogotá, Colombia, para actuar como emisarios de Jabad-Lubavitch. En ocasión del yahrzeit del señor Rohr, la hija de aquella pareja, Chana Kugel, nos ofrece estas reminiscencias y reflexiones.

El mundo judío conoció al señor Sami Rohr como un exitoso hombre de negocios y un eminente filántropo que dedicó su vida a ayudar a personas judías del mundo entero, tanto de Latinoamérica como de Rusia, de Israel y demás países.

Mi familia y yo tuvimos el privilegio de conocerlo también en privado. Y puedo decir que el hombre privado era igual de noble y de bondadoso que la figura pública.

En ocasión de su primer yahrzeit, aquí les presento un humilde intento de compartir algunos recuerdos de mi infancia desde la perspectiva de una niña pequeña.

Hasta donde yo recuerdo, Don Sami y su amada esposa, la señora Charlotte, que fue verdaderamente la mujer más cálida, más bella y más principesca que yo haya conocido, eran una cariñosa presencia en nuestras vidas. Mis hermanos y yo nacimos y nos criamos en Bogotá, muy lejos de New York y de Montreal, las comunidades donde crecieron nuestros padres, por lo que Don Sami y la señora Charlotte pasaron a ser nuestros abuelos adoptivos. Ellos nos atendían igual que los más cariñosos abuelos atienden a sus queridos nietos. Nuestra felicidad era la suya.

Don Sami y la señora Charlotte nos colmaban de regalos que elegían no azarosamente, sino con gran cuidado y previsión. Sin embargo, incluso de niños, lo más preciado para nosotros, mucho más que sus regalos tan personales, era el tiempo que nos dedicaban. Recuerdo, en especial, que Don Sami siempre se hacía un espacio para escuchar todo lo que queríamos contarle.

Recuerdo un debate en particular sobre la Torá entre Don Sami y mi papá, que duró desde las once de la noche hasta la madrugada

Por eso, cuando contaba con tan solo seis años, me confundió mucho la preocupación de mi padre de asegurarse de que no le robara mucho tiempo a Don Sami. Yo no entendía a qué se refería, ya que para mí era evidente que él quería escuchar cada una de mis historias. ¡Daba la impresión de que para él no había nada más importante que eso en todo el mundo!

Cada vez que íbamos al shul, y Don Sami estaba allí, siempre nos acercábamos corriendo a saludarlo y desearle “Gut Shabes”. No podíamos esperar a contarle las últimas noticias.

Cierta vez, después de que la familia Rohr se mudó a Miami, íbamos de viaje rumbo a New York para una celebración familiar y pasamos a visitarlos. Don Sami nos quiso dar un gusto y nos invitó a hacer algo que jamás antes habíamos hecho: ¡nos llevó a comer afuera! Es que él sabía perfectamente lo difícil que era tener acceso a un restaurant kasher en Bogotá. Pero eso no le bastó. Mientras estábamos en el restaurante, nos preguntó a cada uno si nos gustaba lo que habíamos pedido y, si no era así, entonces, se encargaba de ordenar algún otro plato que nos gustara. Y mientras nos escuchaba, su rostro irradiaba felicidad y najat ante la alegría que sentíamos.

Unos años más tarde, nos invitaron a su casa para la comida del viernes a la noche. La mesa estaba servida en forma impecable, y la comida era deliciosa. La señora Charlotte se aseguró de que hubiera comida especial para el gusto infantil en cada uno de los platos y con su cariñoso tono nos alentaba diciendo: “Es mein kind” (Come, mi niño). Don Sami escuchó nuestros divrei Torá embelesado y, después de la sopa, nos mostró dónde había en la casa juegos de mesa para que nos entretuviéramos con ellos.

A medida que fuimos madurando, su interés personal en nuestro crecimiento y nuestra educación continuó a ritmo acelerado. Jamás tuvimos con él una conversación en la que él no nos pidiera que le contáramos algo que habíamos aprendido hacía poco.

Don Sami solía llamar a casa a menudo para ponerse al tanto de la obra de Jabad que hacían mis padres. Cada vez que yo respondía el teléfono, él siempre sabía lo que yo estaba haciendo ese año y me preguntaba cómo me iba en el colegio. (También, recuerdo un debate en particular sobre la Torá entre Don Sami y mi papá, que duró desde las once de la noche hasta la madrugada. Mi padre sacó de los estantes de la biblioteca lo que para mí parecía una enorme montaña de libros mientras la conversación telefónica entre ellos se volvía cada vez más animada).

Mi hermano mayor, Mendel, jamás se cansa de contar una de las más memorables experiencias de su vida:

“Jamás olvidaré cuando mis padres me llamaron y me dijeron que Don Sami venía a París por asuntos de negocios y que le encantaría venir a visitarme. Yo me quedé encantado, ya que vivía muy lejos de mi familia.

Empecé a contar los días con gran expectativa. Leale, la hija de Reb Shmuel (que por esa época vivía en París) me comentó la cantidad de tiempo exacta que Don Sami había reservado única y exclusivamente para mí. Apenas entré a la casa, me recibió como a un hijo, con un cálido abrazo y un beso.

Durante los siguientes treinta minutos, Don Sami no atendió ninguna llamada telefónica ni recibió a ninguna otra visita ni hizo nada más excepto prestarme toda su atención. Me examinó sobre lo que estaba estudiando y me preguntó todas las preguntas que un padre o un abuelo le hacen a su hijo o nieto: si me gustaba la yeshivá, si tenía amigos, qué tal era la comida, y muchas más Yo sentí que no había nada en todo el mundo que le importara tanto como mi felicidad.

Mirando hacia atrás, puedo decir que todo el amor y el afecto que sentí en aquella reunión me brindaron el combustible necesario para continuar con mis estudios en el extranjero por el resto del año”.


Mientras crecía, todo esto yo lo daba por sentado, igual que muchos otros a los que la Divina Providencia había conectado con la familia Rohr. Don Sami se dedicaba de lleno a cada uno de sus muchos amigos en Bogotá, Miami, Europa y demás lugares. Él los respetaba a cada uno y se interesaba genuinamente por ellos, más allá de si eran personas acaudaladas como él o procedentes de las casas más humildes. Él siempre hacía sentir al otro especial e importante.

Ahora, con el beneficio de la perspectiva adulta, no puedo dejar de preguntarme: ¿Cómo hacía para mantener una relación tan íntima con tantas personas? ¿Y no perder nunca su toque personal? Y lo que más me sorprende de todo, a medida que voy sabiendo más acerca del enorme caudal de negocios y los intereses filantrópicos que le ocupaban todo su tiempo: ¿cómo se las arreglaba para llegar a hacer tantas cosas en forma simultánea tanto en la esfera personal como en la esfera pública?


Pero lo que literalmente me deja sin aliento es esto:

Siendo la persona intensamente privada que era, Don Sami no vivía dos vidas: una personal y una comunitaria. En absoluto. Más bien, el Don Sami privado, el afectuoso y el cariñoso… ¡era el mismo que el Don Sami público!

¡Porque fue precisamente su exquisito interés por cada individuo lo que impulsó sus vastísimos emprendimientos de tzedaká y lo que tal vez constituyó la base de su gran éxito!

Él no contribuía simplemente con grandes cantidades de dinero para grandes proyectos, sino que cada vez que daba, en realidad, estaba dando en forma individual a cada uno de los 20.000 judíos de allí, y a los tres judíos de allá, y a los 190.000 o a los dos millones de judíos de más allá.

¡No ha de sorprendernos entonces que este hombre tan extraordinario haya elegido unirse al programa del Rebe para llegar al pueblo judío y se haya asociado a Lubavitch!

Es evidente que él vio en el Rebe ‒que era la esencia misma de ohev Israel, el amante del pueblo judío, un amante de cada judío en forma individual, y para quien ningún judío era demasiado pequeño o demasiado insignificante, y al mismo tiempo ninguna tarea era demasiado grande y ningún muro de asimilación, demasiado grueso como para atravesarlo‒ el socio ideal con quien unirse.

¡Qué gran bendición tuvimos todos de conocerlos!


Me resulta muy difícil hablar de Don Sami en tiempo pasado. La dura realidad, de que no puedo llamarlo por teléfono para compartir con él un poco de najat ni tampoco puedo ver su cálida sonrisa todavía no llegué a internalizarla, y no sé si algún día podré hacerlo. Sin embargo, hoy más que nunca, cuando sé que él puede ver lo que realmente pasa con nosotros, me siento impulsada a emular su ejemplo, a hacer más. A dar más. A compartir más. A compartir el amor que él me dio con cada persona que encuentro.

Cuando Don Sami bendecía a su familia y a sus amigos, siempre terminaba deseándoles: “Es zol zein mit guezunt un menuja” (Que sea con paz y con tranquilidad). Esta frase fue la que lo guió a lo largo de su vida. Se aseguraba de tratar a cada persona que conocía como a una persona que buscaba la felicidad bajo la guía de Di-s.

Es zol zein mit guezunt un menuja. Una bendición para Don Sami, una bendición para todos nosotros.

Chana Kugel reside actualmente junto con su marido en Crown Heights, prontos a unirse al ejército de emisarios de Jabad-Lubavitch.