Yo conocí por primera vez a don Sami Rohr en 1974. Por esa época, él era un exitoso empresario en Bogotá, Colombia, constructor de varios barrios en aquella ciudad. Yo era un joven rabino y maestro.
Los dos teníamos varios intereses en común. Dado que mis padres eran judíos alemanes, que habían llegado a la Argentina antes de la guerra, y que él había vivido en Suiza, los dos hablábamos alemán. Además, compartíamos una perspectiva similar: valorábamos el estudio de la Torá en combinación con una vida plena de participación.
Solíamos estudiar la Torá en forma continua; don Sami era un erudito de formación muy completa. Durante los años que había residido en la ciudad suiza de Basilea, había estudiado con el Rabí Abraham Yaakov Finkel, quien habría de convertirse en un distinguido escritor y traductor de muchas obras judías de envergadura. A pesar del tiempo que le demandaban sus negocios y su creciente familia, Don Sami siempre encontraba tiempo para estudiar la Torá. Él tenía un programa de estudios fijo: se dedicaba a estudiar un tema a la mañana, y otro a la tarde. Para él, esto era una prioridad. Sus días estaban muy bien estructurados y eran aprovechados al máximo.
Don Sami participaba activamente de los asuntos comunitarios de Bogotá. Cada Simjat Torá organizaba una enorme reunión en su casa, en la que reinaba una atmósfera casi mágica de camaradería e inspiración. Si bien él no las llamaba con ese nombre, eran esencialmente farbrenguens, en las que todos estaban invitados a participar y hacer su contribución a los cantos, los cuentos y las enseñanzas de la Torá. Dichas reuniones solían comenzar bien temprano a la tarde y terminaban bien entrada la noche.
Con el paso del tiempo, Don Sami empezó a preocuparse porque no había nadie que pudiera enseñar Torá en un nivel avanzado y el Talmud a los niños, ya que la escuela y los grupos juveniles de Bogotá tenían un nivel bastante elemental. Entonces, trajimos a un maestro, pero este se quedó solamente un año. Nosotros queríamos a alguien que estuviera en forma permanente, que se dedicara de lleno a la comunidad. Yo estaba familiarizado con la fantástica obra de Jabad-Lubavitch desde los días en que había estudiado en New York y hasta había estado con el Rebe en varias ocasiones. Finalmente, decidimos que la única forma de conseguir un maestro que se quedara sería trayendo a un shalíaj de Jabad. Así, fue como nos pusimos en contacto con Rabí Moshe Kotlarsky, del Merkaz LeInianei Jinuj, que es la principal rama educativa del movimiento Jabad-Lubavitch.
El resultado fue que Rabí Yehoshua Rosenfeld vino a Bogotá, y Don Sami conoció a Rabí Kotlarsky y a Jabad-Lubavitch. Esto le abrió las puertas para lo que sería una pasión de por vida: fomentar la vida judía a través de Jabad-Lubavitch en el mundo entero.
Incluso, después de que la familia Rohr se mudó a Miami, continuamos en contacto. A menudo, hablábamos por teléfono y nos reuníamos en persona, por lo menos, una vez al año para conversar largo rato. En esas ocasiones, conversábamos sobre temas comunitarios. Él estaba familiarizado completamente con cada detalle de la comunidad judía colombiana y la conocía a fondo. Como era un gran erudito de la Torá, solía recomendarme libros. Por lo general, él comenzaba y finalizaba cada encuentro con una idea de la Torá, una para darme la bienvenida y otra para despedirse.
Durante el transcurso de estas sesiones, en las que formulaba sus estrategias, me di cuenta de que gradualmente se iba identificando más y más con Jabad. Era una especie de relación orgánica que fue creciendo y prosperando con el paso del tiempo. Él estaba convencido de que ese era el mejor marco para transmitir la Torá y el judaísmo al pueblo judío.
A lo largo de los años, ocasionalmente, yo le pedía que subsidiara distintos emprendimientos comunitarios o de caridad. Él solía darme más de lo que le había pedido. Sin embargo, lo más increíble era la forma en que lo hacía: me daba las gracias con todo el corazón por haberle dado la oportunidad de cumplir con la mitzvá de dar tzedaká. Eso no era una pose, sino que verdaderamente sentía que era así.
Para mí, fue una figura paterna, en especial, después de que perdí a mi querido padre. Ahora que pasó ya un año desde que Don Sami falleció, aún sigo pensando en él a menudo. Y cada vez que tengo que tomar una decisión, me pregunto: “¿Qué habría dicho Don Sami en una situación así?”. Y entonces, sé qué es lo que tengo que hacer.
Él fue un verdadero visionario, un erudito de la Torá, un filántropo y, por sobre todas las cosas, un ejemplar mentch.
Di-s quiera que el alma de don Sami Rohr, Shmuel ben Yehoshua Eliahu, sea melitz iosher, rogando ante el Trono Celestial por su familia, sus amigos y por todo Israel.
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