Hay dos personas que, cada mañana, son las primeras en saludarme antes que empiece mi trabajo diario. Una de ellas es un hombre “que vive en la calle” que acostumbra dormir en el terraplén del canal frente a mi casa, y la otra es el encargado de la limpieza, con el que me cruzo antes que termine su turno de la noche.
Nunca dejan de saludarme, todos y cada uno de los días. El hombre “que vive en la calle” – envuelto en un sucio saco de lana varios talles demasiado grande para él, con una profunda cicatriz que le atraviesa la mejilla izquierda – levanta la cabeza desde su posición horizontal y, a través de unos dientes torcidos, con su acento de Brooklyn alegremente me dice: “¡Buen día, rayito de sol!” Cada mañana escucho las mismas cinco palabras y después, como si no hubiera dicho nada, vuelve a inclinar la cabeza hasta colocarla cerca de sus rodillas y se refugia en sus sueños. Me dijeron que su nombre es Joe. Le sonrío apenas y sigo caminando rápidamente hacia mi auto.
A las 6:30 de la mañana el edificio de oficinas está desierto. Mientras camino lentamente por los corredores silenciosos, el único ruido que puedo escuchar es la áspera voz del encargado de la limpieza que va tarareando en voz baja sus melodías favoritas de Bob Marley, mientras cumple con su tarea. Paso a su lado en mi camino por el largo corredor y él rápidamente detiene su labor, me saluda por mi nombre con su sonrisa torcida y se pone contra la pared para dejarme pasar, quedándose en esa posición hasta que llego a la puerta de mi oficina. Cada mañana se toma el tiempo para saludarme por mi primer nombre pero, a pesar de esto, no puedo recordar el suyo.
Mientras me acomodo en el sillón, detrás de mi importante escritorio de roble, y espero que se cargue el programa Windows, me pregunto, ¿Cuándo fue que me volví tan arrogante, de dónde vino este sentimiento de superioridad? ¿Qué es lo que me hace creer, incluso por un brevísimo instante, que soy mejor que esos dos hombres? ¿Que ellos no merecen mi atención? ¿Que ni si quiera me tomo el tiempo de averiguar sus nombres? ¿A quién estoy tratando de engañar? ¿Por qué debería asumir que soy más que Joe, el hombre que duerme cerca de mi puerta, o el encargado de la limpieza que limpia detrás de mí? Ellos, al igual que yo, tienen su sitio en el mundo.
¿Por qué es que reaccionamos rápidamente levantando barreras para separarnos de nuestros vecinos, de quienes trabajan para nosotros y de nuestros pares? ¿Todavía no ha sido prueba suficiente, y la experiencia lo ha probado una y otra vez, que son ésas las fronteras que han ido lastimando a nuestro pueblo, haciéndolo desangrar hasta que todos estamos tan separados y divididos que quedamos absolutamente solos?
Yo soy tan responsable como cualquiera de mis semejantes, pero es la festividad de Sucot la que actúa como un agudo recordatorio de nuestro comportamiento errado, tan grande es el poder de esta festividad. En medio de un mundo de intolerancia, rivalidad y diferenciaciones, Sucot llega como un recordatorio del valor de la unanimidad y de la belleza de cada uno de los hombres. En Sucot dejamos nuestros hogares, nuestro rígido estilo de vida, los estilos de vida que nos dividen de nuestros vecinos, y nos mudamos a la Sucá, una morada provisional donde la condición y la posición social o laboral no existen. Al congregarse los hombres, todas las diferencias quedan de lado y desaparecen las barreras, reconociendo así aquello que nos une – nuestras profundas almas.
Es únicamente cuando recuperamos nuestra verdadera perspectiva que podemos alcanzar el nivel más elevado de unidad; es decir, cuando nuestra individualidad es celebrada en el marco de una comunidad muy unida. Cuando, en lugar de eliminar las diferencias, se las destaca, es cuando nuestras diferenciaciones son respetadas en vez de erradicadas. Porque es únicamente a través del reconocimiento de nuestra singularidad inimitable que podemos crear el todo perfecto, y es solamente a través de esta noción que se podrá alcanzar la verdadera unidad.
Éste es el mensaje de los “cuatro tipos” de frutos que debemos sostener en nuestras manos en cada uno de los días de la festividad de Sucot. Tomamos la armoniosa perfección del Etrog, con su dulzura tanto en sabor como en aroma y lo sostenemos junto al alto y recto Lulav, símbolo de la sabiduría y conocimiento profundos. Los agitamos juntos con el Hadas, que encarna la actividad y la vida, y los unimos con el Aravá, el arquetipo de la verdadera humildad. Al agitar los cuatro frutos como si fueran uno solo podemos, finalmente, alcanzar el estado ideal de perfección. Cada uno de los frutos ofrece algo que los otros no tienen y, es precisamente a través de esta interacción, que contribuyen a la unión de Israel. Es solo mediante el saludo a la individualidad que podemos unir las Cuatro Especies y formar una imagen de perfección.
En Sucot no descartamos aquello que es diferente sino que, por el contrario, lo integramos. En esta festividad de alegría congregamos a todo lo que es diferente en la comunidad, atravesando las barreras que nos dividen para alcanzar la unión. Tomamos cuatro frutos que son diferentes y los juntamos con un único fin. Al tomar las Cuatro Especies en nuestras manos y agitarlas juntas debajo del techo de la Sucá estamos declarando que, a través de nuestras diferencias, somos una sola entidad.
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