En 1966, un niño negro de once años se mudó con sus padres a un vecindario de gente blanca en Washington.1
Sentado con sus hermanos y hermanas en las escaleras de la entrada de la nueva casa, esperaba a ver cómo los recibían los vecinos. Pero no lo hacían. Los que pasaban se daban vuelta para observarlos, pero nadie les sonreía ni les hacía señas. Todas las historias terribles que había oído sobre cómo los blancos trataban a los negros parecían ser verdad. Años más tarde, al escribir sobre esos primeros días en su nuevo hogar, dijo: ”Yo sabía que aquí no éramos bienvenidos. Sabía que aquí no seríamos queridos. Sabía que aquí no tendríamos amigos. Sabía que no nos tendríamos que haber mudado aquí…”.
Mientras tenía esos pensamientos, una mujer blanca que volvía del trabajo pasó por la acera de enfrente. Se volvió hacia los niños y con una amplia sonrisa les dijo: “¡Bienvenidos!”. Entró a su propio hogar y minutos después apareció con una bandeja llena de bebidas y sándwiches de mermelada y queso crema para los niños, que se sintieron como en casa. Ese momento –escribió más tarde el joven– cambió su vida. Le dio un sentido de pertenencia que antes no tenía. Le hizo darse cuenta, en un momento en el que las relaciones raciales en Estados Unidos aún eran tensas, que una familia negra se podía sentir en casa en una zona de blancos y que podía haber relaciones en las que el color de la piel no importara. Con el paso de los años, aprendió a admirar a la mujer que vivía enfrente, pero fue este primer acto espontáneo de bienvenida lo que se convirtió para él en un recuerdo definitivo. Tiró abajo el muro que los separaba y convirtió a los extraños en amigos.
El joven, Stephen Carter, más adelante se convirtió en profesor de derecho en Yale y escribió un libro sobre lo que había aprendido ese día. Lo llamó Urbanidad. El nombre de la mujer, nos cuenta Stephen, era Sara Kestenbaum, y murió demasiado joven. Agrega que no fue casual que se tratara de una judía religiosa. “En la tradición judía”, señala, a esa urbanidad se la llama “jesed –hacer actos de amabilidad– que derivan de comprender que los seres humanos son hechos a semejanza de Di-s”. “La urbanidad”, agrega, “en sí misma puede ser vista como parte de la jesed: por supuesto que requiere amabilidad hacia los demás ciudadanos, incluso los que son extraños e incluso cuando es difícil”. Hasta el día de hoy, agrega, “puedo cerrar los ojos y sentir en mi lengua la dulzura suave y resbaladiza de los sándwiches de mermelada y queso crema que saboreé esa tarde de verano, cuando descubrí cómo un solo acto de urbanidad genuina y modesta puede cambiar una vida para siempre”.
Nunca conocí a Sara Kestenbaum pero años después de haber leído el libro de Carter di una clase a la comunidad judía de la zona de Washington en la que ella había vivido. Les conté la historia de Carter y no la conocían. Pero asintieron como si la conocieran. “Sí”, dijo alguien, “ese es el tipo de cosas que haría Sara”.
Seguro había un pensamiento parecido en la mente del servidor de Abraham, cuyo nombre no aparece en el texto pero a quien identificamos como Eliezer, cuando llegó a Nahor en Aram Naharaim, al noroeste de la Mesopotamia, para encontrarle una esposa al hijo de su amo. Abraham no le había indicado que buscara nada específico en términos de rasgos de personalidad. Sólo le había dicho que encontrara a alguien de su propia familia lejana. Eliezer, entonces, realizó una prueba:
Hashem, Di-s de mi amo Abraham, haz que hoy tenga éxito, dale muestras de amabilidad a mi amo Abraham. Verás, esta primavera me quedaré a la orilla del manantial, y las hijas de los habitantes del pueblo vendrán a buscar agua. En ese momento le diré a una joven: “Por favor, baja tu jarrón así puedo tomar un sorbo”, y si ella dice: “Toma, y les daré un poco también a tus camellos”, será la que hayas elegido para tu servidor Itzjak. Así sabré que tú le has mostrado amabilidad (jesed) a mi maestro”. (Génesis 24:12-14).
El uso de la palabra jesed aquí no es accidental, porque es precisamente la característica que busca para la futura esposa del primer niño judío, Itzjak, y la que encontró en Rivka.
También es el tema del libro de Ruth. Es en la amabilidad de Ruth hacia Naomi, y la de Boaz hacia Ruth, donde el Tanaj busca poner el énfasis al presentar los orígenes de David, su bisnieto, quien sería el rey más importante de Israel. Por supuesto, los sabios decían que las tres características más importantes del carácter judío son la modestia, la compasión y la amabilidad.2 La jesed, o lo que yo he definido en algunas ocasiones como “el amor hecho acción”,3 es central para el sistema judío de valores.
Los sabios se basaron en los actos del mismo Di-s. Rav Simlai decía: “La Torá empieza con un acto de amabilidad y termina con otro. Al comienzo, Di-s viste a los desnudos: ‘Hashem hizo prendas de piel para vestir a Adam y a su esposa’, y al final, él se ocupa de los muertos: ‘Y él (Di-s) lo enterró (a Moshé) en el valle’”.4
La jesed –darle un techo a quien no lo tiene, comida al que tiene hambre, ayuda al que es pobre, visitar al que está enfermo, consolar a los dolientes y darles a todos un entierro digno– se volvió algo constitutivo de la vida judía. Durante todos los siglos de exilio y de dispersión, las comunidades judías se construyeron sobre la base de esas necesidades. Había jevrot, mutuales, para cada una de ellas.
En la Roma del siglo XVII, por ejemplo, incluso había sociedades dedicadas a la provisión de ropa, zapatos, ropa blanca, camas y frazadas de invierno para los niños, los pobres, las viudas y los prisioneros. Había dos sociedades que proveían ajuares, dotes y prestaban joyas a las novias pobres. Había una que visitaba a los enfermos, otra que ayudaba a las familias que habían sufrido pérdidas, y otras para llevar a cabo los ritos cuando alguien había muerto: la purificación previa al entierro y el entierro mismo. Existían once sociedades con fines educativos y religiosos, de estudio y oración; otra recolectaba dádivas para los judíos que vivían en la Tierra Santa, y otras estaban involucradas en las distintas actividades asociadas con la circuncisión de los recién nacidos. Otras les daban a los pobres lo que necesitaban para cumplir con mandamientos como la mezuzá para las puertas, aceite para las luces de Janucá y velas para shabat.5
La jesed, decían los sabios, es en algunos aspectos incluso más elevada que la tzedaká:
Nuestros maestros enseñaban: la dulce amabilidad (jesed) es más importante que la caridad (tzedaká) en tres sentidos. La caridad se hace con el dinero de uno, mientras que para ser dulcemente amable puede usarse el dinero o la propia persona. La caridad sólo se da a los pobres, mientras que se puede ser dulcemente amable con los pobres tanto como con los ricos. La caridad sólo se da a los vivos, mientras que se puede ser dulcemente amable con los vivos pero también con los muertos.6
La jesed, en todas sus formas, se convirtió en sinónimo de la vida judía y en uno de los pilares sobre los que se sostiene. Los judíos eran amables los unos con los otros porque era “la manera de Di-s” y también porque ellos, o sus familias, habían tenido experiencias personales de sufrimiento por las que habían dependido de la amabilidad. En tiempos oscuros, fue la puerta de la bendición. Alivianó el golpe que significó la pérdida del Templo y sus ritos:
Una vez, mientras R. Iohanan se iba de Ierushalaim, R. Ieoshúa lo siguió. Al ver el Templo en ruinas, gritó: “¡Pobres de nosotros! Este lugar está en ruinas, el lugar en el que nació la redención para las iniquidades de Israel”. R. Iohanan le dijo: “Hijo mío, no llores, porque tenemos otras maneras de redimirnos que no son menos efectivas. ¿Cuáles? Los actos de dulce amabilidad, sobre los que las escrituras dicen: ‘Deseo la dulce amabilidad, no el sacrificio’” (Hoshea 6:6).7
A través de la jesed, los judíos humanizaron la fe, así como creen que la jesed de Di-s humanizó el mundo.
También se agregó una palabra al idioma inglés. En 1535, Myles Coverdale publicó la primera traducción de la biblia hebrea al inglés (el trabajo que había empezado William Tyndale, que pagó por ello con su vida, quemado en la hoguera en 1536). Cuando llegó a la palabra jesed se dio cuenta de que no había palabra en inglés que capturara su significado. Fue entonces que, para traducirla, acuñó el término “dulce amabilidad”.
El difunto rabí Abraham Ieoshua Heschel solía decir: “Cuando era joven, admiraba la inteligencia. Ahora que soy anciano me doy cuenta de que admiro más la amabilidad”. Sus palabras están cargadas de una profunda sabiduría. Es lo que llevó a Eliezer a elegir a Rivka como esposa de Itzjak, y como primera novia judía. La amabilidad trae redención al mundo y, como en el caso de Stephen Carter, puede cambiar vidas. Wordsworth tenía razón cuando escribió “la mejor parte de la vida de un buen hombre [y de una buena mujer]” son sus “pequeños, sin nombre, y olvidados/actos de amor y de bondad”.8
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