La pequeña casa al final de la calle rebosaba de gente. Alguien abrió los viejos y crujientes postigos para permitir que la luz entrara al cuarto, pero ni siquiera la luz del sol lograba expulsar la oscuridad.
Era una oscuridad que casi se podía sentir. La mujer de la casa, que había vivido ahí durante más de 60 años, había fallecido repentinamente dos días antes. Las bisagras de las puertas parecían crujir en protesta: “¡Nuestra señora ya no está más aquí!”
Bien alimentadas arañas colgaban juguetonas de sus redes en los altos techos, como si dijeran: “¡Desde hace años que nos hemos transformado en las dueñas aquí!”
Habían pasado cinco años desde que la Sra. Arzi había dejado de vivir en la casa. Cinco años antes se había trasladado a un hogar de ancianos. Desde entonces la casa había permanecido oscura y vacía. Al principio sus vecinos veían tristemente los cerrados postigos. Se sentían atraídos hacia la casa, como por invisibles y encantadas cuerdas, como en los viejos buenos días, cuando la Sra. Arzi misma estaba ahí, sonriendo, de buen humor y siempre lista para ayudar. Cuan difícil era ver el lugar cerrado, cuando siempre había estado abierto para todos, así como el corazón de la propietaria —un corazón grande y cálido abierto a jóvenes y ancianos, los grandes y los oprimidos. Siempre tenía una gran caja de caramelos que nunca se vaciaba. Un hermoso recipiente de vidrio sobre la mesa, lleno de caramelos, permanecía esperando a cualquier niño que pudiera cruzar el umbral
Ella daba la bienvenida a todos. No importaba si el niño había venido para pedir prestada una taza de azúcar o venía a devolver un libro que ella le había prestado el día anterior. No importa por qué fuera, ustedes no podían dejar la casa de Arzi sin decir una bendición sobre algún alimento. Para los adultos la Sra. Arzi tenía una forma de tratamiento más sofisticada, hecha de sentidas palabras que endulzaban sus vidas más allá de lo que podría hacerlo un caramelo.
Ahora que la mala noticia había llegado, era como si ella hubiera retornado. Nuevamente la casa zumbaba de vida. Ustedes podían imaginar que era ella quien estaba orquestando todo, dando la bienvenida, escuchando, ofreciendo sus buenos deseos, animando…
La gente iba y venía, como en los buenos viejos tiempos cuando había alguien a quien ver, y alguien a quien escuchar. Pero dentro de la casa estaban sentados en shiva.
Sus hijos e hijas miraban alrededor, tratando de recordar la visión de la vieja calle y de unir nombres a los rostros que se habían tomado la molestia de venir y ofrecer consuelo. Pero vino tanta gente. Era difícil conocer a cada uno.
DINA y Malka —anteriormente Arzi — trataban de seguir en los buenos pasos de su madre, e intentaban no dejar afuera a ninguno. DINA se volvió hacia una mujer sentada en un rincón. No tenía idea quién podía ser la mujer.
“¿Usted conoce a mamá del vecindario?” Preguntó cuidadosamente DINA.
“Yo…” comenzó la mujer “viví aquí de niña. Acá, en esta misma calle. Hoy vivo lejos, en otra ciudad…”. Todas las miradas se volvieron a la mujer.
“¿Ha tenido algún contacto con la familia desde esos días?” Preguntó DINA.
“No, no” respondió la mujer. “Nosotros nos mudamos cuando tenía 17 años. No he visto a tu madre desde entonces
Un silencio asombrado llenó el cuarto. Todos estaban pensando la misma cosa: Esta mujer había conocido a la Sra. Arzi de niña. No se habían encontrado en todos esos años, desde entonces y sin embargo, ella había viajado una larga distancia para venir hoy aquí. ¿Qué la había traído? ¿Qué vínculo la unía a esta casa?
Como si hubiera estado esperando la pregunta, la mujer comenzó a narrar su historia.
“Nosotros vivimos aquí” dijo ella, señalando a través de la ventana abierta a la casa que estaba justo al otro lado de la calle. “La Sra. Arzi era tan buena que todos los niños del vecindario amaban el encontrarla en la calle —ni que mencionar el visitar su casa… Pero siempre me pareció que ella tenía una relación especial con los niños de nuestra familia.
“Todos sentían lo mismo” murmuró alguien.
Cuando yo tenía tres años, en 1948, estalló la guerra. No recuerdo mucho acerca de la guerra, pero el período posterior está grabado firmemente en mi memoria. Yo era muy joven para saber por qué las cosas eran tan difíciles, pero lo suficientemente grande como para saber que la casa estaba vacía y que todo huevo y todo trozo de fruta era un verdadero tesoro.
“El tiempo pasó, los años difíciles terminaron, pero su impresión duró. Nadie desperdiciaba nada. Ciertamente no nuestra familia. Éramos doce, y estábamos muy presionados económicamente.
“Mi madre acostumbraba comprar fruta en cantidades limitadas. Naturalmente la fruta cara nunca aparecía en nuestra mesa. Naturalmente, la fruta cara nunca aparecía en nuestra mesa, y aun la fruta de estación era comprada con cuidado y con ojo medido. Las bananas, por ejemplo, eran consideradas un lujo en cualquier estación. Mi madre las compraba sólo para los dos niños más pequeños de nuestra familia. Ellos, y solo ellos, obtenían una banana. El resto de nosotros sólo podíamos disfrutar viendo las bananas y esperando que el bebé de siete meses o su hermano mayor de dos años dejaran un poquito. Pero eso no ocurría a menudo.
“Su madre, la Sra. Arzi, tenía un ojo especial —un ojo que veía todo lo que era necesario ver. Ella vio que éramos una familia de niños que siempre estábamos un poco hambrientos de ‘lujos’ como las bananas… Pero ella no sólo vio, sino que actuó. Ella no tenía demasiado para ella misma. También ella tenía niños en casa, aunque solo cuatro. Nunca fue considerada una mujer rica. Sin embargo hizo lo que hizo.
“Desde el otro extremo de la calle la vi cargando dos grandes canastas de compras llenas de toda clase de cosas buenas: papas, cebollas, remolachas, grandes y redondas naranjas, adorables mandarinas, pomelos, pimientos rojos… y arriba de todo, colgando por encima de todas esas delicias, ¡había un cacho de grandes, hermosas bananas! La Sra. Arzi cargó esas pesadas canastas por la cuadra hacia su casa.
“Repentinamente ella me vio. En su acostumbrada manera amistosa me saludó: ‘¡Hola Batia! ¿Cómo estás?’ Ella se comportaba como si yo fuera una amiga de la misma edad… y sin embargo yo era tan pequeña. Luego, con una amplia sonrisa, puso en el suelo la canasta y sacó el mejor regalo que podía soñar: una banana. Una hermosa, amarilla banana. ¡Una banana entera! La puso en mi mano vacilante, diciendo: ‘Por favor Batia, tómala. Es para ti…’. Con su fina intuición, ella comprendió que no había oportunidad para mí de obtener una banana en casa.
“Yo no tuve vergüenza de tomarla. Lo hizo en forma tan natural y simple, como si estuviera dando algo a su propia hija.
“Tras aquella primera ocasión, vino una segunda, y luego una tercera y una cuarta. Cada vez que me veía, ponía su canasta en el suelo y sacaba una banana para mi”
La mujer hizo una pausa: “¿Cuántas bananas le debo? No lo se. Veinte quizás, o treinta. Ciertamente no más de eso. Pero por encima de las bananas mismas, yo le debo la importante lección que me enseñó: como dar. Y lo que es más, aprendí de ella que para ser una persona generosa, no tienes que ser rico o vivir en épocas de prosperidad. Cada vez que recuerdo la canasta y el regalo amarillo que ella sacaba para mi, tengo la sensación de que la generosidad misma es la verdadera riqueza…”.
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