Algunos lo llamaban el Reverendo Abrahamson, otros el Cantor (litúrgico). Mi padre le decía el Jazan. De cualquier manera que se lo llamara, el Jazan Abrahamson era la persona más anciana que conocí, o por lo menos así parecía serlo, con su pequeño bigote blanco y su pelo que combinaba.

Era pequeño y caminaba lento. Su esposa siempre solía acompañarlo a la sinagoga todos los viernes por la noche. Caminaba un poco más rápido que él y podía sentir que de alguna forma lo estaba protegiendo.

Era de Europa, con modales gentiles. Hablaba de forma delicada y amable. Un Yekke, como llamaban a ese tipo de gente del viejo continente.

Vestía un antiguo sombrero de cantor litúrgico, negro de seda, y solía doblar su Talit cuidadosamente sobre sus hombros.

Ninguno de sus hijos tenía mucho que ver con él.

Tampoco recuerdo que varios adultos hayan tenido demasiadas conversaciones con Abrahamson más allá de un saludo respetuoso. Solía pararse en la plataforma, frente al Arca cuando sacaban la Torá. Dirigía la congregación con el Shemá (Shemá Israel), recitando cada palabra dramáticamente y finalizaba la santa frase con un floreciente: Ejad (Uno).

Mirando hacia atrás, ahora puedo identificar qué es lo que notaba entonces: también había una íntima emoción.

Unos años atrás, escuché que cuando llegó a Nashville era tallador de diamantes. Buscaba trabajo. Incluso con su gran ojo para las piedras y sus manos jóvenes, pasó momentos difíciles tratando de encontrar trabajo. Finalmente alguien le hizo una oferta. Tendría que trabajar once horas al día, seis veces por semana teniendo el domingo libre.

“¡Pero yo no trabajo en Shabat!”, protestó el joven Abrahamson.

“Si no trabajas en Shabat”, respondió la persona que le ofrecía trabajo, “entonces tampoco trabajas el Lunes”.

El joven lo miró y dijo: “Moriré de hambre en las calles antes de trabajar en Shabat”

No fue hasta décadas más tarde que se convirtió en Jazan en la sinagoga de mi padre.

La personalidad es algo tan profundo, que es la esencia primordial. Cuando no eres rehén de tu personalidad, entonces puedes ser fiel a tu esencia.

El Jazan falleció hace más o menos veinticinco años. Ahora soy yo quien se para frente al Arca ante la congregación sosteniendo la Torá y dirigiendo el Shemá. Espero que de alguna forma, con algo más allá de mi ser, esté transportando algo más que mi tono. Algo que el Jazan transmitió incluso sin articularlo.

Esa sutileza debería ser un engarce para la piedra, pero nunca prevalecer a ella. Ese lustre debería hacer brillar el metal, pero nunca hacerte dudar de él.

Debajo de todo, debe arder en el corazón un fuego y una pasión del espíritu que las sutilezas nunca pueden asfixiar. Esa personalidad sedosa que se envuelve, debe ser una voluntad de hierro que ante la división, y hasta incluso la duplicidad, grite claro, preciso y dramáticamente: “Hashem Ejad”- Di-s es uno.