Ocurrió hace tiempo, en mi adolescencia. La época de la vida en la que la infancia se apresura a ir en busca de la juventud, pero cuando aún la frescura y la ingenuidad de la niñez no se han marchado todavía.
Había pasado poco tiempo desde mi bar mitzvá. Mi bar mitzvá había ocurrido poco después de que mi abuela Lea, la madre de mi mamá, se fuera. Mi abuela, la que vivía en casa, con mis padres y conmigo, la que me iba a buscar a la escuela, me preparaba la merienda y me contaba historias de su Europa natal.
Mi abuela Lea sólo había tenido hijas mujeres y yo era su único nieto varón. Deseaba presenciar mi bar mitzvá con ansias enormes, pero Hakadosh Baruj Hu se la llevó unas pocas semanas antes de mi primer llamado a la Torá. Mi madre nunca se permitió el lujo de dejar que yo percibiera su tristeza. Ante mí, estaba como siempre, íntegra y dinámica. Lloraba a veces, siempre a escondidas, cuando no se daba cuenta que yo la estaba observando.
Hacia finales de aquel año, mi padre decidió que sería bueno hacer un viaje. Viajaríamos a Israel, donde vivía mi tía –la hermana de mi madre–, junto con toda su familia. El reencuentro, varios años después de la aliá de mis tíos y primas, sería bueno para todos. Para todos, pero en especial para mi mamá. Sin duda, tanto ella como mi tía tendrían mucho de qué hablar. Más aún en una época en que las comunicaciones internacionales se hacían básicamente por medio de cartas manuscritas que tardaban semanas en llegar a destino.
Los preparativos duraron todo aquel año. Hacía falta reunir el dinero (era un tiempo en el que los viajes eran más complejos y costosos que los actuales). Mi padre habría de tomarse las vacaciones que le adeudaban de años anteriores, así que la estancia en Israel podría extenderse varias semanas.
Mientras tanto, yo seguía con mi vida. Mi vida de adolescente temprano se repartía entre el colegio (una típica escuela secundaria estatal de la segunda mitad de los años setenta), y la natación, deporte al que le dedicaba tanto tiempo como al bachillerato, o incluso más. Nada fuera de lo común para un judío argentino de clase de media y catorce años de edad. Clase media, adolescencia media, judaísmo medio.
Por aquel entonces, mi padre me había regalado una pequeña medalla de cerámica, del tipo de las que se pueden colgar del cuello mediante alguna cadenita. Mi padre la había recibido de su padre –mi abuelo–, y él, a su vez, la había recibido del suyo. El origen primigenio de la medalla se perdía en el tiempo y las generaciones. Era oval y diminuta: no más de dos centímetros en su diámetro mayor. En una de sus caras tenía grabados los Diez Mandamientos, en tanto que en la otra se veía a Moshé Rabeinu sosteniendo con sus manos las Lujot. El tiempo había hecho que la pequeña lámina de pintura que recubría la medalla, aquella que tan hábilmente había sido pintada por el artesano que la creó, se hubiera empezado a despegar de la cerámica, dándole un cierto aspecto chapucero. La película de pintura era tan delicada que no admitía ninguna forma de reparación, por lo que había quedado así, algo descascarada y tosca. Sin embargo, yo le tenía tanto cariño que decidí llevarla conmigo a Éretz Israel. Para evitar un mayor deterioro, la resguardé en el interior de una cajita de plástico transparente, sobre una pequeña base de material blando. Allí estaría segura.
Y así viajaron Moshé y las Lujot a Éretz Israel: en una cajita de plástico, en el interior de mi bolso de mano.
A lo largo del viaje, aproveché las escalas –que fueron varias– para controlar que mi pequeña medalla no sufriera ningún daño. Pero no, nada ocurrió. Todo siguió igual: la medalla en su sitio, y el desgaste, similar al que tenía antes de partir.
Llegamos a Israel por la noche, cuarenta y ocho horas después de haber despegado de Buenos Aires y tras haber pernoctado en Suiza. Mi tío vino a nuestro encuentro al aeropuerto Ben Gurión, y de allí nos condujo hasta su casa en Haifa.
El cansancio, más la emoción del reencuentro con mis familiares, me hizo olvidar que controlara –una vez más– las condiciones de mi medalla. Cuando al fin lo hice, a la mañana siguiente, descubrí que algo muy extraño había sucedido.
Increíblemente, la película de pintura de la medalla se había vuelto a replegar a su sitio original; se podía ver con claridad tanto el rostro de Moshé como las Dibrot escritas en el reverso, tal como antes de que se iniciara el proceso de deterioro. ¡La medalla estaba como nueva!
–Miren: mi medallita se arregló sola en Israel– fue mi comentario, en medio de la sorpresa y la incredulidad de todos. Recuerdo haberle pedido a mi tía que me prestara una lupa, para corroborar en detalle lo que se veía a simple vista. Y no hubo duda: la medalla se había reparado por sí sola, y estaba, en efecto, como nueva. Descubrí además, con ayuda de la lupa, que Moshé sonreía sosteniendo las Lujot con sus manos.
¿Sonreía... o me sonreía?
Luego de varias semanas, nuestra visita a Israel finalmente concluyó y regresamos a casa. El tiempo pasó. Los años pasaron. Un día, en la Argentina de la inseguridad, unos ladrones ingresaron a mi casa y atraídos tal vez por la modesta cadena dorada de la que colgaba la medalla –que jamás volvió a deteriorarse– decidieron hurtarla. Y se perdió para siempre.
A lo largo de las décadas que me separan de estos hechos, intenté dar una explicación al curioso fenómeno de la reparación de la medallita que fuera acorde con mi formación de ingeniero. Es decir, una explicación física, racional y lógica. Seguramente, pensé, fue alguna clase de efecto térmico, o bárico, que había causado que la película de pintura se contrajera, haciéndola volver a su posición original. O mejor aún: se había operado una interacción electrostática, provocada por el vuelo en avión, entre la cerámica de base y la pintura de superficie. Sin embargo, todas las explicaciones se tropezaban con el mismo escollo: ¿por qué razón todo esto había pasado al llegar a Éretz Israel, y no en alguna de las escalas previas?
Finalmente, luego de años de elucubraciones, llegué a la siguiente conclusión: la explicación más aceptable, aquella que era acorde con mi formación de ingeniero –física, racional, lógica– era que Moshé estaba feliz con la visita a Israel, y decidió hacérmelo saber por medio de un pequeño y modesto milagro. Punto y aparte.
El camino de la teshuvá siempre fue siempre para mí un trayecto largo y de pasos cortos. Aquel año dejé de comer cerdo. Nadie entendió por qué.
Y yo sé que en alguna parte, desde aquella pequeña medalla de mi infancia, Moshé Rabeinu me sonríe todavía.
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