Durante gran parte de mi vida traté de ver a la Divina providencia por todas partes. Al reflexionar sobre lo que sucedió hace algunas semanas, busco la mano de Di-s...

Mi familia vive en una comunidad que está justo pasando una zona a la que llamamos “el Barrio”. En shabat, para caminar desde nuestra casa al shul (la sinagoga), tenemos que pasar por estas tres cuadras que se dividen en una zona de viviendas subsidiadas por el estado y un centro comercial al aire libre. La mayor parte de los días, los que viven allí caminan al centro comercial con sus familias para hacer compras o sólo para caminar; compran para divertirse o sólo por hacer algo.

Durante los últimos cinco años, desde que nos mudamos a la comunidad, hemos pasado por “el Barrio” de camino al shul y a casa sin ningún problema. De camino al trabajo, todos nos conocen. ¿Por qué no nos conocerían? Mi esposo va adelante, con su larga barba, su capote (levita) negro y brillante, y su Borsalino firme en la cabeza. Detrás de él van sus fieles soldados, nuestros hijos, uniformados con camisas blancas, pantalones negros y kipot negras de terciopelo.

Mi esposo es “el hombre sagrado”. Gente de todas las etnias lo detiene para decirle “Shalom”. Una vez, cuando llegaba tarde a casa una mañana de shabat, fui a buscarlo y lo encontré en la esquina con un joven, que le contaba a mi esposo los problemas de su relación. Por la manera en que hablaban, tan íntima, pensé que mi esposo conocía al muchacho. Pero no, el joven sólo quería hablar con alguien religioso acerca de sus problemas. ¡Me pregunto si habrá tomado a mi esposo por “un hombre de los hábitos” en lugar de “un hombre del libro”!

Hace unas pocas semanas, luego de encender las velas de shabat, mis hijos y yo poníamos la mesa para todos nuestros invitados, incluidos los familiares que nos visitaban desde otra ciudad. Yo estaba un poco enojada porque mis hijos de 4 y 14 años habían elegido no ir al shul con su padre, como siempre hacen.

De repente mi hijo de 11 años vino a las corridas a la casa mientras gritaba: “¡Un gangster EMPUJÓ a tati!”. O por lo menos eso es lo que yo oí. Corrí a la puerta de adelante para ver qué ocurría cuando vi que mi esposo caminaba hacia la casa, sostenido por uno de nuestros invitados. Tenía tanta sangre en la cara que le goteaba por la barba. Lo miramos entrar, atónitos, fuimos a la cocina y le lavamos la cara. Mi hijo le trajo una silla.

Lo miré a la cara, pálida, y lo que vi me impactó. Su ojo y su mejilla derechas estaban hinchados al triple de su tamaño normal, y un tajo de dos pulgadas le atravesaba el ojo. Pedí que alguien llamara de inmediato a Hatzalá, el servicio médico voluntario de emergencia (que suele responder más rápido que el 911).

Mi esposo explicó: “Un gangster con una media en la cabeza caminó hacia nosotros y nos pidió ayuda. Le pedí disculpas por no poder darle nada. Al irse, me tomó del brazo. Le pedí que no me tocara a mí ni a los niños (dos varones, de 7 y 11 años). Siguió su camino y comenzó a maldecir y a amenazarnos. De repente yo estaba en el suelo, trataba de levantarme, pero no podía porque él me golpeaba en la cara. Los autos que pasaban se detenían; esto pasó justo delante de Ross y de McDonald’s. Amenazaba a todos los que pasaban con que los iba a acuchillar. Al final, escapó”.

Hatzalá llegó a los pocos minutos. Conocíamos a los encargados de primeros auxilios; van a nuestro shul. Limpiaron a mi marido, llamaron a la ambulancia y a la policía. Vinieron los paramédicos y lo transportaron al hospital más cercano. Esperamos durante horas mientras le hacían una tomografía y le examinaban el ojo. Necesitó un cirujano plástico y muchos puntos en el párpado.

Cuando el cirujano plástico terminó, estábamos listos para ir a casa. Caminamos a la medianoche y llegamos a una casa a oscuras: las luces se habían apagado, los pequeños estaban dormidos y las visitas y los niños más grandes nos esperaban. Los niños habían puesto la mesa de la cocina para que disfrutáramos nuestra cena de shabat, pero mi marido no podía comer porque tenía la mandíbula demasiado hinchada como para masticar sin dolor.

Un hombre que sólo tenía buenas intenciones para con todas las personas con las que se relacionaba, y aun así le sucedía esta atrocidad. Fue devastador. Sin embargo, sé que es Di-s quien está a cargo, y una golpiza como la que sufrió mi esposo podría haber sucedido tanto en las calles de Beverly Hills como en las de nuestra casa. Cuando pienso en esa noche, prefiero enfocarme en lo que me hace sentir agradecida.

Primero que nada, agradezco que mis dos hijos no estuvieran con mi esposo durante el ataque. Mi hijo de 4 ha trabajado duro para sobreponerse a algunos problemas de ansiedad y retrasos en su desarrollo, y no puedo imaginarme el retroceso que hubiera implicado para él ser testigo de semejante violencia contra su padre. Y mi hijo de 14, que tiene un físico fuerte que sobrepasa al de su padre, está en la edad en la que se siente invencible y haría cualquier cosa para proteger a su familia, pero aún es un niño. Es casi gracioso que estuviera enojada con ellos dos por no ir al shul con su padre, pero ahora estoy muy agradecida.

Agradezco que los paramédicos llevaran a mi esposo a un hospital que está sólo a una cuadra de nuestra casa (el mismo hospital al que va mi esposo a tocar el shofar en Rosh Hashaná y a sacudir el lulav y el etrog en Sucot, con los pacientes judíos). Si bien este hospital no está cubierto por nuestro seguro médico, fue de mucha ayuda que yo pudiera dejar a los niños y a las visitas en casa y luego caminar hasta allí para acompañar a mi esposo.

Y agradezco que mis hijos hayan aprendido una lección importante. La mañana siguiente, mi esposo se levantó, se vistió, se puso los anteojos de sol para cubrir sus heridas y les dijo a los niños que se prepararan para ir al shul. Mis hijos caminaron con orgullo junto a su padre, porque sabían que un golpe en la oscuridad no le impediría a un judío cumplir con una mitzvá.