“Durante los años que estuvimos de shlijut en Amberes tuvimos la oportunidad de atender  una amplia gama de personas en nuestro Beit Jabad, nos cuenta el Rabino Shabtai Slavaticki. “Pero nunca antes se nos había dado el caso que llegara alguien proponiendo la venta de un shofar”.

El dueño era un joven de dieciocho años que presentó el objeto que quería vender y dijo que le habían recomendado que probara su suerte con nosotros.

“¿Quién te dijo que podríamos estar interesados en comprarte el shofar?” preguntó con curiosidad el Rabino Slavaticki.

“Me acerqué a una sinagoga de la ciudad y allí me sugirieron que los contactara”, me contestó el joven.

“Y ¿cuánto estás pidiendo por tu shofar?”

“Cinco mil euros”.

“Es un precio muy alto para un shofar.  Hay algunos tipos de shofar que, por su excepcional artesanía, tienen un valor más alto pero este es común y corriente. A veces un shofar se cotiza a un precio muy elevado porque fue propiedad de una personalidad de renombre. ¿Dónde lo conseguiste?”

El joven pasó a contar su historia.

Su padre era el único miembro de toda su familia que había podido sobrevivir al Holocausto. Embargado de amargura condenó su judaísmo, se casó con una gentil y nunca reveló su origen a su hijo. El secreto le había sido revelado a través de las burlas de los compañeros de la escuela primaria. El niño enfrentó a su padre pidiéndole le explicara los insultos.

“Ignóralos”,  le había respondido su padre. “Llamar a alguien ‘judío mugriento’ es una forma de expresión. La gente lo dice para insultar; no es para que lo tomes como la declaración de un hecho”.

El niño aceptó la aclaración de su padre. Pero, cuando el acoso se volvió a repetir, presionó a su padre para que le dijera la verdad. Esa vez el padre reconoció su origen judío, pero insistió en que no era un tema importante. Tiempo después, en el altillo de su casa, el niño encontró un objeto que no podía identificar. Cuando se lo mostró a su padre se enteró que era un shofar y que, por ser un objeto judío sagrado, era valioso.

El rabino Slavaticki escuchó atentamente el relato del joven. Estaba mucho más interesado en el dueño del shofar que en el objeto en sí mismo, ya que indudablemente un alma judía perdida tiene un enorme valor. Sopesó cuidadosamente sus palabras.

“Como te dije, este shofar no parece justificar su elevado precio, pero también te mencioné que el valor monetario de un objeto empleado en el culto puede aumentar en virtud de quien haya sido su ilustre propietario. Por favor dile a tu padre que la próxima vez que esté cerca venga a verme y podremos seguir hablando algo más del tema”.

“¿No lo podrán hablar por teléfono?”, preguntó el joven.

“Me parece que, si este shofar tiene apenas la mitad del valor que tú me sugeriste, no es un tema para conversarlo telefónicamente”, le contestó el rabino.

Tiempo después el padre llamó y fijamos una entrevista. La conversación que se dio fue en auténtico “idish”. En el curso de su encuentro el Rabino Slavaticki invitó al hombre a cumplir con la mitzvá de colocarse los tefilín.

“Solo vine a discutir el asunto del shofar”, me contestó con frialdad.

“Hitler te ha hecho pasar por innumerables dolores y pérdidas”, le dijo el Rabino Slavaticki con la mayor sensibilidad posible. “No tienes que perpetuar indefinidamente esas pérdidas. Puedes lograr un sentimiento de victoria personal a través del reencuentro con tu fe, por la que fuiste perseguido”.

“Ya he perdido esa batalla”, contestó con amargura el hombre.

“Hitler quería matar a los judíos. ¿Crees realmente que logró matar al judío que llevas dentro de ti? Un alma judía es intrínsecamente más poderosa. ¿Tienes que creer que te derrotó? le preguntó alentadoramente el rabino.

Pero el hombre sacudió sus encorvados hombros con una mezcla de enojo y desesperación, alejándose sin decir palabra.

Durante dos meses los Slavatickis no supieron más nada de él hasta una noche, en que tocaron el timbre de su puerta.

Disculpándose por lo tarde de la hora el hombre pidió que lo dejaran pasar a la sinagoga del Beit Jabad. “No quiero molestarlos”, insistió visiblemente incómodo con su imprevista visita. Y sugirió: “Quizás me puedan dar la llave y, tan pronto termine, la dejaría en su buzón”.

Los Slavaticki podían ver que el hombre estaba angustiado, profundamente conmocionado. Sin decir palabra le alcanzaron la llave y rápidamente él se dirigió a la sinagoga. Pero, tan pronto se alejó, los Slavaticki empezaron a dudar. El hombre era un extraño a quien el rabino había visto una sola vez. Le había manifestado su interés en vender objetos de valor judaico. Quizás habían sido demasiado inocentes y confiados. El Talmud advierte: “Debemos respetar, pero también sospechar...”

El Rabino Slavaticki entró sigilosamente a la sección de mujeres de la sinagoga. Quedó conmovido hasta su fibra más íntima al ver al hombre abrazando un rollo de la Torá, pronunciando muchos, muchos nombres, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. Al rabino le fue suficiente lo que había llegado a ver. Se retiró silenciosamente, acompañado del eco de la voz del hombre diciendo: “D-os querido, te perdono por lo que Tú le has hecho a Tu pueblo, por favor perdóname también a mí....”

Tiempo después el hombre le comunicó a los Slavatickis que se iba a Israel con su hijo. Se había separado de su mujer gentil y su hijo había cumplido satisfactoriamente con los requisitos de la conversión.